Contra los Mesías (1ª parte)

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Raúl

Oviedo, 1985. Escombrador de ruinas.

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A pesar de la batalla de Kursk, del Plan Marshall y de décadas de intelectuales comprometidos, en Europa nunca hemos dejado de ser entrañablemente fascistas. Un indicio escalofriante es el vigor que el antijudaísmo ha mantenido todos estos años – utilizando a menudo los crímenes de Estado israelíes como mecanismo de legitimación, consciente o inconsciente –, con hitos siniestros como ese baile infame que reúne cada año a la ultraderecha europea en el palacio imperial de Viena y que en 2012 se celebró precisamente el 27 de enero, fecha en que se conmemora a las víctimas del Holocausto. Todavía en 2011 una encuesta realizada en España revelaba que el 58,4% de los consultados creía que “los judíos tienen mucho poder porque controlan la economía y los medios de comunicación”, como si se hubieran atiborrado a conciencia de viejos documentales de Goebbels el Cojo.

Anuncio de la exposición El judío y Francia (París, 1941-1942)

Organizada por el Institut d’Étude des Questions Juives con el patrocinio de las autoridades alemanas de ocupación

Fuente: Holocaust Chronicle

Y es una pena, porque el judaísmo ha hecho aportaciones de enorme interés. Una de las menos reconocidas es haber sido capaz de sobreponerse a una terrible fiebre mesiánica que infestó la Judea de los siglos I-II d.C. y que en un contexto cultural tan rico, tolerante y diverso como era el Mediterráneo helenístico-romano podría haber alumbrado una de esas formas fanáticas y criminales de religión que constituyen la escoria del pensamiento humano, cuya manifestación más clara en nuestra época es el yihadismo.

Pero nos caen bien los Mesías. Tienen algo de épico, de soñador y de contestatario que nos atrae. Nos gusta imaginarlos como rebeldes contra el orden establecido, profetas de la utopía y heraldos de un mundo futuro más puro, más justo, más digno. Baste ver la buena fama de la que goza Jesús de Nazareth aun entre los fieles de otras religiones o los no creyentes, que no dudan en presentarlo como referente ético (eso explica tópicos como aquello de “Jesucristo, el primer comunista”, viejo eslogan del que sacarían mucho partido los curas progres en los tiempos heroicos del Vaticano II y la Teología de la Liberación).

El “Cristo guay” de la película Dogma (Kevin Smith, 1999)

Fuente: Wikimedia

Algo parecido debe estar detrás de la fascinación que provocan los cátaros (del griego katharós, “puro”), quienes tienen además de su lado el encanto de los perdedores. Estamos acostumbrados a condenar la cruzada que el Papado promovió contra ellos, deplorar las hogueras de Montsegur y lamentar la destrucción inquisitorial de una religión aparentemente tolerante, pacífica y menos misógina que el catolicismo. ¿Pero eran menos violentos los caballeros y soldados cátaros que los católicos? ¿La “tolerancia” era fruto de un planteamiento ideológico consciente o la mera consecuencia de su condición de minoría social? Rara vez nos preguntamos cómo habrían sido las cosas en una realidad alternativa en la que el catarismo hubiese salido victorioso. La purezaes muy atractiva cuando se mantiene en el reino de la disidencia, pero la experiencia histórica demuestra que como ideología de poder puede ser aterradora.

La Revolución Cultural china (1966-1976), una inmensa operación política de purificación

Fuente: Multimedia.scmp.com

Eso mismo podría haber ocurrido con un catarismo oficial; pensemos que se trata de una religión que condena el mundo en su totalidad como obra del demonio, a la que le repugna todo lo relacionado con lo carnal hasta extremos que hacen parecer hedonista al catolicismo (por ejemplo, con su ideal de la endura, que no es otra cosa que el suicidio ritual por inanición), y que defiende una moralidad tan exigente que en la práctica está pensada sólo para una minoría de elegidos: aquellos que reciben el humilde nombre de perfectos. Sólo ellos (hombres y mujeres, eso sí, porque para los cátaros el cuerpo es un mero envoltorio corruptible y lo único que cuenta es el alma y el espíritu) pueden recibir la iniciación (el consolamentum, único sacramento cátaro) y vivir como cátaros durante su vida, absteniéndose de comer carne y de toda actividad sexual. El resto de los mortales, seres inferiores que serían incapaces de mantener tan altos estándares de vida y que de ser iniciados no tardarían en ser arrastrados al pecado por sus pasiones corporales, deben conformarse con hacer vida normal y sólo pueden recibir el consolamentum en el lecho de muerte, cuando ya no tendrán tiempo de mancillarse y podrán liberarse de su cárcel carnal en estado de pureza. Este planteamiento podría haber acabado conduciendo con facilidad a un sistema de castas en el que una minoría de perfectosque se consideran moralmente superiores ejerciese el dominio sobre los hombres de espíritu inferior. Tales son los extraños caminos por los que se conduce la pureza.

A los cátaros, a los mártires del puro amor cristiano

Lápida en el Camp dels Cremats (“Campo de los Quemados”), a los pies del castillo de Montsegur. Conmemora a las aproximadamente 200 personas que fueron quemadas allí en 1244 tras negarse a abjurar del catarismo

Fuente: Wikimedia

Pero volvamos a la Judea de los primeros siglos de nuestra era. A diferencia de lo que ocurría con los judíos de la diáspora, que formaban prósperas comunidades a lo largo y ancho del Mediterráneo abiertas a la civilización helenístico-romana, sobre la que ejercían además una enorme fascinación (el judaísmo era visto como una religión antiquísima que atesoraba una sabiduría milenaria, por lo que atraía a un gran número de conversos y simpatizantes), en la vieja Judea predominaba la concepción del judaísmo como una religión étnica y por así decir “nacional”. Una primera reacción al cosmopolitismo helenístico había sido la rebelión de los Macabeos, que ya en el siglo II a. C. habían acudido a la legitimación religiosa para sublevarse exitosamente contra el dominio extranjero y crear un Estado judío independiente. Pero la llegada de los romanos un siglo después convirtió al territorio de Judea en una colonia más, primero bajo la pantalla de reinos-clientes de Roma y finalmente como dominio sujeto directamente a la administración provincial del Imperio. En este contexto empezó a cobrar una enorme fuerza la recuperación de un viejo concepto: el del Mesías (“ungido”), entendido como un líder político-militar enviado por Yahveh para liberar al pueblo judío del dominio extranjero. Diversos textos religiosos y predicadores empezaron a caldear el ambiente anunciando la inminente venida del Mesías destinado a implantar el reino de Dios en la tierra, generando ante el estupor de las autoridades romanas un clima casi apocalíptico en el que no tardaron en aparecer personajes que defendían ser ellos mismos el Ungido.

El más famoso de todos es, sin duda, Jesús de Nazareth, habitante de una región apartada y rural cuyos habitantes judíos se habían mantenido bastante ajenos a la influencia grecorromana y constituían una importante fuente de maestros, sabios y hacedores de prodigios: Galilea. La predicación de Jesús, que se apartaba conscientemente de las ciudades helenizadas, gozó de cierto éxito, y el maestro formó un grupo de discípulos. Su mensaje principal parece haber sido el anuncio de la inminente venida del reino de Dios, que tendría lugar en esa misma generación. En algún momento parece haber pasado a presentarse él mismo como el Mesías, aunque con una novedad importante: su visión del mesianismo no parece haberse basado en la idea de un liderazgo político-militar. Serían las propias fuerzas divinas las que estarían a punto de traer el reino de Dios, sin necesidad de una sublevación armada. La entrada triunfal del maestro y sus discípulos en la ciudad sagrada de Jerusalén durante la gran fiesta judía de la Pascua y la purificación del Templo podría haber formado parte de la preparación para esa inminente venida, en un clima de exaltación popular decididamente mesiánico. Sin embargo, las esperanzas de Jesús y sus seguidores no se vieron satisfechas: no se produjo ningún gran evento sobrenatural, Yahveh no se decidió a implantar el reino de Dios y, peor aún, para consternación de sus discípulos el Mesías fue detenido y ejecutado por las autoridades romanas, que vieron en él a un alborotador potencialmente subversivo y le reservaron la muerte destinada a los rebeldes y los reos de los peores crímenes: la infamante crucifixión. La misión mesiánica de Jesús llegaba así repentinamente a su fin y se saldaba con un estrepitoso fracaso. En los oídos de todos resonaban las escalofriantes últimas palabras pronunciadas por el maestro en su agonía, tomadas del Salmo 22: “Elí, Elí, lemá sabactaní” (“¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has abandonado?“).

Recreación de la crucifixión de prisioneros cántabros

Fuente: Harald Wartooth

Se cuenta también de los cántabros este rasgo de loco heroísmo: que habiendo sido crucificados ciertos prisioneros, murieron entonando himnos de victoria

(Estrabón, Geografía, III, 4, 18) (Traducción de Antonio García y Bellido)

 

Y aquí es cuando empieza la historia verdaderamente interesante…

 

(Continúa en http://www.studiahumanitatis.es/contra-los-mesias-2a-parte/)

 

(entrada publicada originalmente el 25 de mayo de 2016)

Raúl

Oviedo, 1985. Escombrador de ruinas.
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