Raúl
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(viene de http://www.studiahumanitatis.es/contra-los-mesias-1a-parte/)
Los discípulos de Jesús, derrotados, dispersos y avergonzados, tuvieron que enfrentarse al estupor y decepción de comprobar que su líder había fracasado y que sus promesas carecían de valor. ¿Acaso habían sido engañados por un falso profeta? ¿Habían seguido a otro de esos charlatanes, supuestos Mesías a los que los romanos ejecutaban periódicamente? O quizá… Quizá habían interpretado mal sus enseñanzas, y sólo su ignorancia les hacía ver una derrota allí donde necesariamente tenía que haber una victoria. De este modo se abrió el camino para la reinvención del mensaje de Jesús, y el mundo del judaísmo comenzó a dar los primeros pasos que lo apartaban del clima mesiánico (conviene recordar que todavía en este momento los seguidores de Jesús conforman una pequeña secta dentro del judaísmo, sujeta a las normas y prácticas tradicionales, no una religión nueva). No tardaron en dar con la fórmula genial que les permitiría seguir venerando el recuerdo del maestro: sin duda, confundidos por la inercia de las convicciones tradicionales, habían creído que les anunciaba la inminente venida del reino de Dios, y no habían sabido ver que en realidad les estaba revelando que el Mesías había venido para expiar los pecados del mundo con su muerte, seguida de su resurrección triunfal. Así pues, el acto fundamental de redención mesiánica ya había tenido lugar. Claro que una idea tan radicalmente novedosa tendría que ser asimilada lentamente, y todavía durante un siglo los seguidores de Jesús esperarían su segunda venida como algo inminente, entendida como un fenómeno sobrenatural que habría de traer, ahora sí, la instauración definitiva del reino de Dios. Todavía a finales del siglo I el Apocalipsis de Juan es testimonio de este estado de ánimo.
Fresco de la sinagoga de Dura-Europos (siglo III)
Fuente: Wikimedia
Pero otra transformación aún más fundamental tendría lugar en las décadas posteriores a la muerte de Jesús: si sus seguidores más directos, afincados en Judea, permanecían aferrados a los postulados tradicionales y seguían creyendo que el judaísmo (y, por tanto, las enseñanzas de Jesús) era la religión “nacional” de un pueblo elegido, el israelí, en las comunidades judías helenizadas de la diáspora los seguidores de Jesús iban a adoptar otra perspectiva. Abiertos como estaban al pensamiento y la sensibilidad religiosa del helenismo, decidieron abandonar los rasgos étnicos de su religión para convertirla en un credo universal, válido para todos los hombres, según exigían los postulados cosmopolitas del mundo en el que vivían. Fue aquí, concretamente en la gran ciudad de Antioquía, donde se acuñó el término cristianos (es decir, seguidores de Christós, término griego que significa “ungido” y es por tanto el equivalente del Mesías hebreo). Estos cristianos, que todavía compartían sinagoga con el resto de judíos pero que deseaban integrar también en sus comunidades a los “temerosos de Dios” (esto es, los simpatizantes del judaísmo que permanecían ajenos a los componentes excesivamente étnicos de dicha religión, como la circuncisión o las estrictas normas alimentarias), se enfrentaron a las comunidades de seguidores de Jesús en Judea, dirigidas por miembros del círculo del maestro que permanecían mucho más fieles a su legado, como su hermano Santiago o su discípulo Pedro, y que veían con enorme desagrado la integración de gentes “impuras” en las comunidades de la diáspora. En este conflicto acabaron triunfando los judíos helenizados, que terminaron por convertir al cristianismo en una religión independiente y adaptada a los principios religiosos del helenismo: Jesús acabó siendo divinizado y asimilado al patrón de las deidades helenísticas que otorgaban la salvación a sus seguidores, y su credo fue planteado no ya como el instrumento redentor de un pueblo en particular, sino como un mensaje destinado a la Humanidad en su conjunto. Gracias especialmente a la exitosa predicación de Pablo de Tarso, un judío helenizado (era ciudadano romano) que no había conocido a Jesús y que fue el gran campeón de la difusión del nuevo credo entre los no-circuncisos, el cristianismo se extendió por el Mediterráneo, atrayendo a un importante número de “temerosos de Dios”. Esta “helenización” del credo de los seguidores de Jesús, unida a medida que pasaban los años a la evidencia de que la segunda venida se estaba retrasando y que por tanto el fin de los tiempos y la instauración del reino de Dios no iban a ser inminentes, acabó desactivando por completo el mesianismo que había sido el núcleo esencial de las enseñanzas del predicador galileo. Abandonados los extremismos y las tentativas de “pureza” de las comunidades de los orígenes, el cristianismo pudo convertirse así en esa religión apacible, benevolente y cosmopolita de “clases medias” urbanas que fue durante los siglos II-III, un credo no tanto de esclavos – como quiere el tópico tantas veces difundido por las novelas históricas y las producciones de Hollywood – como de artesanos, soldados o mercaderes.
Cristo representado con los atributos de un dios solar
Mosaico de las Grutas Vaticanas (siglo III)
Fuente: Wikimedia
Pero mientras eso ocurría en las comunidades judías de la diáspora, en Judea los ánimos permanecían caldeados y la fiebre mesiánica no terminaba de amainar. Aunque el Templo de Jerusalén y el Sanedrín estaban controlados por un clero aristocrático partidario del colaboracionismo con los romanos y ajeno a las preocupaciones mesiánicas – los saduceos, que mantenían creencias de un judaísmo tradicional, como la no-inmortalidad del alma o la interpretación estrictamente literal de la Ley, propias de la época previa al influjo religioso helenístico -, otros sectores más populares, como los fariseos, los esenios o los celotes, se sentían mucho más incómodos con el dominio de Roma, creían que el fin del mundo llegaría pronto y (muy especialmente los últimos) simpatizaban con la idea de un alzamiento mesiánico. Este anhelo de un Mesías político-militar que liberase a Israel del poder romano era cada vez más fuerte, y los presupuestos religiosos tradicionales de un judaísmo étnico necesariamente conectado con la política – por más tolerantes que fuesen los gobernantes romanos, muchos creían que sólo un reino judío independiente podría garantizar el pleno cumplimiento de la Ley y contentar así a Yahveh – acabaron conduciendo a un callejón sin salida. Motivadas por la exaltación religiosa, dos terribles rebeliones sacudirían los cimientos de Judea y atraerían la ira de Roma, que suspendería su política de tolerancia hacia los judíos y arrasaría la región a sangre y fuego en las Guerras Judeo-Romanas. La primera, la Gran Revuelta Judía de 66-73 d.C., fue protagonizada fundamentalmente por los celotes y supuso la destrucción por las tropas de Tito en el año 70 del Templo de Jerusalén, que desde su reconstrucción a la vuelta del exilio babilónico a finales del siglo VI a. C. había sido el centro religioso indiscutible de una religión judía ya plenamente monoteísta, y que ya nunca sería reedificado. Con él llegaba a su fin toda una época del judaísmo (el período conocido como del Segundo Templo) caracterizada por el protagonismo clerical – frente al cariz monárquico de la etapa previa al exilio, conocida como del Primer Templo -, y las autoridades religiosas se veían ahora obligadas a reformular un credo que oficialmente había girado hasta entonces en torno a la actividad del templo hierosolimitano, morada de Yahveh.
Desfile triunfal romano con los tesoros del Templo de Jerusalén
Arco de Tito (Roma, c. 82 d.C.)
Fuente: Wikimedia
Como consecuencia de este desastre militar, un sabio, Yohanan ben Zakkai, decidió buscar un camino menos suicida para el judaísmo. Se trasladó desde Jerusalén a la ciudad de Yavne (Iamnia), en la costa, donde fundó una escuela de eruditos destinada a cambiar la naturaleza de la religión judía para siempre.
(Continúa en http://www.studiahumanitatis.es/contra-los-mesias-3a-parte/)
(entrada publicada originalmente el 26 de mayo de 2016)
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