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La etimología de las palabras suele esconder pequeñas historias que nos hacen ver las cosas de maneras bien distintas a lo que creemos. Las palabras tienen fuerza, eso es innegable, pero también la tienen – y eso lo sabemos los aficionados al mundo de los superhéroes – los orígenes de las cosas.
Hay además palabras tramposas, que nos ocultan sus orígenes. Al habernos convencido, como sociedad, de que los estudios clásicos no sirven para nada (maldito capitalismo intelectual, que mide las cosas a peso), hemos desconectado de un acervo rico y vivo que nos permite entender mejor el nombre verdadero de las cosas que nos rodean. ¡Y no hace falta haber leído a Ursula K. Le Guin (aunque si no lo habéis hecho, no sé que esperais para leer algo de Terramar) para saber que conocer el nombre verdadero de las cosas es el primer paso para tener poder sobre ellas.
Cuento todo esto al hilo de una frase que me salió al encuentro mientras transcribía las disposiciones adoptadas por el sínodo episcopal de Ginebra en 1381. La frase, que me arrancó una sonrisa, es la siguiente:
Item, quod nullus clericus vel presbiter, dyaconus vel subdyaconus aut acolitos cuiuscumque ordinis existat, non portet gladium in vagina, de die seu de nocte.
Una primera y cómica lectura, para alguien poco atento al latín, podría venir a decir que se prohibía a los eclesiásticos hacer algo relacionado con vaginas (natural, por otro lado). Incluso tirando un poco de diccionario nos enteraríamos de que se les prohíbe llevar sus espadas dentro de vaginas. Y aquí el chascarrillo soez de clavar una espada en una vagina, ya fuera de día o de noche, salta a la vista, aunque quien la meta sea un clérigo, un presbítero o el mismísimo obispo de Ginebra.
¿Qué nos está pasando? Porque es evidente que algo se nos escapa en todo este asunto… Pues ni más ni menos que estamos ante el típico caso de una etimología tontorrona. Vagina, el nombre que utilizamos hoy día para referirnos al conducto que une, en las hembras de los mamíferos, la vulva con la matriz, procede directamente de vagina, palabra latina que hacía referencia a la funda donde se guardaba la espada y que en castellano hemos conservado bajo la voz vaina y otras etimologías graciosas como vainilla (vaina pequeña, ¡confesad que nunca os habíais dado cuenta!).
Entonces, ¿los romanos se referían a la vagina con el nombre de vagina, tal y como lo hacemos nosotros? Pues la verdad es que no, al menos de una manera normal. La primera mención del término en referencia al aparato femenino la encontramos en Plauto, en un contexto claramente humorístico. El comediógrafo socarrón utiliza vagina varias veces en sus comedias, siempre con el mismo contexto de broma de mal gusto (llamar metáfora a lo que hace Plauto es dignificar el humor chabacano): la vagina es la vaina donde el buen soldado fanfarrón clava su espada. Espada, vaina, clavar, yatusabeh…
Las palabras usuales en latín para referirse a las diferentes partes del aparato reproductor femenino también nos son conocidas, pues han llegado hasta la actualidad con pequeñas modificaciones, desde el más vulgar cunnus, o lo que es lo mismo nuestro queridísimo coño, hasta el más culto vulva, que ha pasado de referirse al útero para ir descendiendo hasta llegar a referirse, en la actualidad, a las partes más externas de la vagina.
Lo maravilloso de toda esta pequeña explicación nos lleva de nuevo al poder de las etimologías. Que actualmente usemos el cultismo “vagina” (recordemos, la funda donde se guardaba la espada) es una mala elección flagrante: la elección de un mote despectivo, usado por los comediógrafos romanos para hacer bromas, como el término estándar con el que referirnos a algo que ha sido tan tabú que ni hemos sido capaces, como comunidad lingüística, de mantener el significado de los términos originales. Sería algo así como si los médicos del siglo XXXII llamaran a la vagina “chochete” porque se lo oyeron decir a Mauricio Colmenero en un capítulo de Aída.
Esta entrada se publicó originariamente en Entre Historias, el 10 de enero de 2017.
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