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Estamos acostumbrados al mundo de la inmediatez. En esta era de sobreinformación y titulares parece cada vez más complicado tejer relatos complejos y densos. Sin embargo, estos se hacen quizá más necesarios para entender lo que está en juego en el debate político, ya sea a nivel municipal, estatal o internacional. Y todo ello en un momento en el que, paradojas de la vida, andamos huérfanos no ya de certezas si no de reflexiones.
En otros momentos de la historia estas reflexiones se habían bastido desde disciplinas que, pese a no haber desaparecido del mapa, han perdido su potencial como elementos ordenadores del mundo, o lo que es lo mismo, del discurso del mundo. Estoy pensando en el papel que la literatura, el arte o la arquitectura han tenido a lo largo de la historia europea a la hora de explicar a sus contemporáneos el ámbito de lo político.
Es imposible, por ejemplo, entender el cambio radical que se dio en el círculo político Plantagenet, en la Inglaterra de mediados del siglo XII, sin pararse a analizar las propuestas planteadas por Chrétien de Troyes y el círculo de escritores que crearon la primera novelística europea: a nadie se le escapaba que detrás de las narraciones artúricas y las reflexiones sobre la moral política de la naciente caballería europea había una agenda política. Lo mismo podría decirse del otro gran proyecto mediático del momento, desarrollado por los enemigos de Inglaterra: el gótico francés. Otra forma de plasmar en el tejido cultural las ideas políticas, en este caso la racionalidad espiritual que era la antesala del anhelado hexágono francés. Gótico y caballería. Dos elementos ordenadores de la política europea durante siglos.
Entender el papel radical – es decir, como raíz – de estos elementos culturales en la práctica de la política a lo largo de los siglos es uno de los retos a los que intentan enfrentarse los historiadores y los demás artesanos de las humanidades, con más o menos suerte. Las expresiones culturales no son solamente una estética de la política, supeditada a ésta, sino que muchas veces configuran la ética última sobre la que se desarrollan las opciones en juego. ¿Cómo entender si no la gran novelística europea, un cuadro de Goya o el proyecto iconográfico de una iglesia románica? Si no son expresiones vivas de un juego político, ¿qué son? Si como historiador no me preocupara por estos temas y su impacto difícilmente sería algo más que un cronista de acontecimientos vacíos.
Y es que ahí está la clave para la pregunta que encabeza esta entrada. ¿Para qué sirve la Historia en la era de la política? En un siglo XXI en el que parece que hemos cortado cualquier lazo con el pasado histórico y las Humanidades como tales han dejado de ser un marcador de certeza (también es cierto que demasiadas veces han sido un marcador de certeza de clase, no debemos olvidarlo) cada vez hay menos sitio para la reflexión histórica. En la urbanizada y tecnificada vida del siglo XXI, ¿qué pueden aportar al mundo moderno la literatura, el arte, la poesía o la historia que no puedan hacerlo – y mejor – la ingeniería, la química o la informática? Y en el ámbito de lo político ¿por qué el pasado ha de enseñarnos nada, si el presente es un mundo como nunca antes lo había habido?
Cualquier respuesta a estas preguntas que no entienda la esencia de las Humanidades está condenada a ser errónea. Éstas NUNCA hablan del pasado, porque el pasado no es más que la sucesión caótica e ininteligible de hechos y datos. Sólo ordenando ese magma sin significado desde el presente el pasado se convierte en relato. En sujeto. En Historia. Cada sociedad, cada generación, cada problema a resolver genera un nuevo pasado al que interrogar y del que extraer un diálogo cultural y político que sirva tanto para recrear esta ficción de un pasado cambiante como para escenificar las posibilidades del presente. Visto desde esta óptica, las Humanidades siempre se interrogan por un presente que proyectan hacia el pasado creando, sosteniendo o demoliendo la visión que como sociedad y como individuos tenemos de los tiempos pasados que, aunque nos duela admitirlo, son siempre un país extraño.
¿Cómo si no entender expresiones cotidianas en la prensa del estilo de «macabro comportamiento medieval», sin ir más lejos, para referirse a actos del presente? ¿Qué noción de medievalidad tenemos si no una que se enquista en el comportamiento actual, ni que sea como antítesis? De nada sirve argumentar, desde la torre de marfil académica, que la Edad Media no fue una época especialmente macabra, sucia o depravada y que esta percepción nace de los eruditos burgueses de las revoluciones liberales que soñaban con instituir un Brave New World (la traducción hispánica de «Un mundo feliz» difícilmente capta el concepto de fondo) que rompiera las reglas de juego tradicionales. Los conceptos históricos, cuando irrumpen en el tablero político, son poderosos.
De ahí que nuestra principal tarea como humanistas sea, precisamente, la de ser conscientes de nuestro papel en la esfera pública. En lo que entenderíamos como política si huyéramos de la comodidad actual que la asimila a juego de partidos y que deja fuera de la ecuación la verdadera naturaleza de lo político: aquella destreza que es propia del ciudadano y que repercute en el bienestar de la comunidad. Por eso las disciplinas humanísticas tienen cada vez menos cabida dentro de los planes de estudio, del interés de los gobiernos o del debate político: no interesan al stablishment.
Pero quedarnos ahí sería adoptar una postura mentirosa, muy mentirosa, que ha contribuido en gran parte a la autocomplaciencia actual de «la intelectualidad humanista». Siempre es fácil dejar que la culpa sea de los demás, no mostrar ni un ápice de autocrítica y permitir que los monstruos lleguen al poder (¡Hola, Trump!, ¡Hola, Le Pen!). Si es que hemos de servir para algo, ¿para qué servimos?
Seamos claros, la Historia, el Arte, la Filosofía, la Literatura… no sirven para nada. Lo que sirve es la capacidad de pensar históricamente, de pensar artística, filosófica o literariamente y justo eso es lo que estamos – todos – olvidando a pasos de gigante. Las dos tendencias actuales predominantes, convertir las humanidades en ciencias sociales asépticas o en escaparates de aficionada erudición, son tan peligrosas o más que las políticas «anti-letras» de cualquier gobierno. ¿De qué sirve elaborar gráficas sobre el precio de la patata en la América española del siglo XVII o recopilar todos los bautismos existentes de tu pueblo si esos dos actos no van acompañados de una reflexión cultural sobre el ámbito de nuestra política?
No quiero extenderme más. Sólo recordar una vez más que nuestro oficio, como humanistas, debe ser político o no será. ¿Quién y bajo qué formas creará el ciclo artúrico del siglo XXI que establezca la «courtoisie» política por venir? ¿Quién dará con la bóveda de crucería del gótico que sustente nuestros paisajes culturales?
Ninguno de nosotros lo sabemos aún. Pero será fascinante descubrirlo juntos.
Esta entrada se publicó por primera vez en Entre Historias, el 6 de marzo de 2017.
[…] ¿Para qué sirve la Historia en la era de la política? – 12 Abril, 2017 […]