¿Se habló troyano en Londres? La historia de Brut y los orígenes de Britania

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Ripollet, 1983. Doctor en Historia Medieval por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente centrado en las relaciones ciudad - Corte, las élites urbanas bajomedievales de Barcelona y las expediciones navales en el Mediterráneo. Y ya en la vida real, dedicado a la divulgación.

No es la primera vez que os digo que las etimologías importan: ya hablamos hace algún tiempo de los orígenes del nombre de Mónaco y de alguna que otra etimología sexual. Hoy toca detenerse en una etimología algo más extraña, si cabe: la creada artificialmente a mediados del siglo XII, ampliada en el ambiente de la corte Plantagenet, que hacía referencia ni más ni menos que a los orígenes troyanos de la isla de Britania.

Ante el titular «Exiliados troyanos fundaron Londres» uno puede reaccionar de varias maneras. 1) Pensando que estamos ante un bulo informativo propio de la prensa amarillista de internet, siempre ávida de arrastrar visitantes incautos a sus páginas cargadas de publicidad, 2) suspirando ante la campaña de marketing del enésimo bodrio histórico, ya sea película, novela o serie con pretensiones o 3) sonriendo sardónicamente ante un nuevo ejemplo de una práctica bien conocida, la de los intentos de vincular los orígenes patrios al mito de Troya.

‘Huida de Eneas de Troya’, fresco de Girolamo Genga, 1507-1510, Pinacoteca Nancional, Siena

 

Y es que la ocurrencia de Geoffrey de Monmouth (c. 1100-1155) de asociar los orígenes de la isla de Britania con el destino de un grupo de descendientes de exiliados troyanos fue sólo el último de una serie bien conocida de intentos de apropiarse del pasado troyano y de su aura mítica. El que quizás venga primero a la memoria es el de Eneas y Roma, plasmado en la Eneida de Virgilio, pero también debemos recordar la historia del Paladio (la estatua del templo de Atenea que según algunos robaron los aqueos y acabó en Atenas, bien se llevaron los exiliados troyanos y acabó en Roma) o el proyecto del emperador Constantino de fundar su ciudad no sobre la colonia griega de Bizancio, como al final acabó ocurriendo, sino sobre las ruinas todavía ligeramente visibles de la vieja Troya, para reclamar su esplendoroso pasado.

Pero, ¿qué lleva a un canónigo, profesor para más señas de lo que en brevísimo tiempo iba a ser la universidad de Oxford, a escribir la historia del exiliado Brut (Brutus), bisnieto de Eneas, y su viaje hasta la isla de Albión, donde se asentarían después de combatir a unos gigantes? ¿Y qué llevó también a Monmouth a, en la misma obra (la Historia Regum Britannie) poner por escrito la vida de Merlín (el Myrddin de la tradición galesa) y a recuperar de la bruma de los tiempos figuras tan icónicas como Vortigern, Uther Pendragón y el rey Arturo? La historia se complicaría aún más cuando, en los años finales de la vida de Monmouth llegó al trono de Inglaterra Enrique II (1133-1189, rey desde 1154), dando entrada a la dinastía Plantagenet. Con él, llegó como veremos una nueva vuelta de tuerca a las historias planteadas por Monmouth, de la mano de escritores como Wace (c.1115-c.1170) y Chrétien de Troyes (c. 1150-c. 1183), al servicio de la construcción política Plantagenet.

Insignia con el busto de Brutus realizada por Guillaume Rouille (1553)

 

Pero no avancemos acontecimientos y vayamos a lo que nos ocupa. ¿De dónde sacó Monmouth la figura de Brut y por qué la utilizó en su obra sobre los reyes de Britania? Lo que el bueno de Geoffrey buscaba no era otra cosa que un completo lavado de imagen a las tradiciones que, ya desde época romana, hablaban de los orígenes de la isla. Aunque podamos pensar que lo lógico, para los romanos, hubiera sido asociar el nombre de Britania al de algunos de sus habitantes, los britanos (o britones), lo cierto es que el esnobismo de los eruditos romanos pocas veces ocultó peor su cara menos amable. Isidoro de Sevilla, recogiendo siglos después las palabras de Virgilio que habían llegado hasta él y haciéndolas suyas, lo tenía bien claro:

«Brittones quidam latine nominatos suspicantur eo quod bruti sint, gens intra Oceanum interfuso mari quasi extra orbem posita. De quibus Virgilius: «Toto divisos orbe Brittannos»

O lo que es lo mismo, algo así  como:  «Se cree (se sospecha) que los Britones son llamados así en latín porque son brutos. Su gente habita dentro del Océano, con el mar flotando entre nosotros y ellos, casi como si estuvieran situados fuera del orbe. De ellos Virgilio dijo «Los Britanos, separados por el orbe entero» 

He aquí el quid de la cuestión: los britones eran bruti (brutos), asociación que venía de perlas a los romanos para encuadrar a las poblaciones que se encontraron a su paso cuando pusieron los pies en la isla. Brutos, bárbaros, en todo alejados al modelo de civilización, ciudadanía y urbanidad que los romanos creían representar. No nos ha de extrañar que para un erudito de Oxford de entrado el siglo XII como Geoffrey de Monmouth (y por tanto cosmopolita y acostumbrado a expresarse en latín) esta etimología pesara como una losa.

De ahí surge, con bastante seguridad, la necesidad de crear una explicación alternativa a la de los bruti. ¿Y qué mejor manera de romper el mito que asociar dicha explicación al glorioso pasado clásico y emular los orígenes troyanos de los propios romanos, aquellos que se habían atrevido a reírse de la barbarie de los habitantes de la isla.

Así nace Bruto (nótese además la guasa de llamarse igual que Lucio Juno Bruto, el asesino de Tarquinio el Soberbio, el último rey de Roma, y que Marco Junio Bruto, el asesino de César, el dictador romano), el supuesto bisnieto de Eneas, hijo de Silvio, hijo de Ascanio (que como todos sabemos fue el hijo de Eneas), el rey fundador de Alba Longa, ciudad en la que nacieron Rómulo y Remo. Desterrado de Alba Longa al matar accidentalmente a su padre durante una jornada de caza, Bruto marcha al destierro, como cualquier buen héroe épico que se precie, y allí tras varias aventuras libera a un grupo de esclavos troyanos de manos de los griegos y se convierte en el líder de una particular cuadrilla de guerreros. Con el paso del tiempo sus aventuras les llevan a atravesar las Galias y asentarse en la futura Britania, por aquél entonces ocupada, como no podía ser de otra manera para una tierra tan alejada del mundo explorado, habitada por gigantes.

Brut y sus guerreros luchando contra los gigantes de Albión. Miniatura del Harley MS 1808, fol. 30, British Library (fechada entre 1400-1425)

 

Como tampoco podía ser de otra manera, para Brut, como héroe clásico de inspiración troyana, la historia de sus hazañas debía incluir el fundar una ciudad destinada a ser sede de reyes y grandes venturas. Así, según Monmouth, Brut fundó la ciudad de Trinovantum, la futura Londres, donde se asentó, tomando el título de rey y convirtiéndose en un legislador (otra tradición venerable que incluye – incluso – a héroes guerreros de la talla de Conan el Bárbaro).

Trinovantum es, además del germen de Londres según Monmouth, otro ejemplo bonito de manipulación etimológica. Los trinovantes fueron una de las tribus celtas que habitaron Britania antes de la conquista romana, asentados en la zona norte del Támesis y en las actuales Essex y Suffolk. Su capital, Camulodunon (latinizada Camolodunum, la actual Colchester) suena lo bastante parecido al Camelot artúrico (aunque no fuera Monmouth quien nombrara dicha capital, sino Chrétien de Troyes una generación después de su muerte) para no movernos dentro del ámbito de lo sugerente. Si no estamos ante la prefiguració de Camelot, ¿por qué eligió Monmouth rescatar del olvido el nombre de los trinovantes y asociarlo al nombre troyano de Londres? De nuevo, por una sencilla cuestión de etimología: Trinovantum sonaba, en la imaginación encendida de Monmouth -que en esto prefiguró en varios siglos las lúbricas argumentaciones de nuestros queridos eruditos locales – muy parecido a «Troi Novantum», algo así como «Nueva Troya», enésima prueba irrefutable, por si hiciera falta alguna más, del pasado troyano de Londres y toda Britania.

Queda una única cuestión por resolver, espinosa como pocas y que quizás te hayas hecho ya, querida lectora, o lector. Si las raíces últimas de la isla son troyanas, ¿por qué no quedan nombres troyanos en la Gran Bretaña actual? ¿Qué queda, aparte de ese fantasioso Trinovantum londinense, del paisaje textual y lingüístico de la Bretaña troyana, si es que existió como defendían Monmouth, Wace y Chrétien? Esta pregunta, para un lector o lectora del siglo XXI, podría tener cierto sentido, más aún si se lanza desde zonas preocupadas por la vigencia de sus lenguas propias, pero lo cierto es que para Monmouth y sus coetáneos la respuesta era bien obvia, con profundos paralelismos con el contexto político en el que se movían: si la herencia onomástica troyana en el territorio era invisible era porque ésta había sido borrada, no por el paso del tiempo, sino por una política violenta y programática de sustitución de nombres.

He ahí lo oculto en lo más oculto de la leyenda de Brut el Troyano, la erradicación lingüística. ¿Los culpables? Los romanos primero, verdaderos brutque acabaron con la herencia troyana de la isla con sus legiones y su idioma de pastores. Pero no sólo ellos, también los sajones y, más recientemente, los propios normandos. Culpables todos ellos de haber no sólo acabado con el sueño de la Nueva Troya sino de algo más grave aún,  romper la cuasi-sagrada conexión entre territorio, lengua y nación.

Y la más cruel de las paradojas, ni el latín de Monmouth, que inventó el Brut troyano, ni el anglo-normando de Wace, que popularizó la historia, ni el francés de Chrétien de Troyes, que la dotó del aura de cortesía caballeresca que aún hoy nos fascina en a historia de Camelot, Arturo y sus paladines, por mucho que quisieran, no eran ya sino exponentes de la lengua de los conquistadores, cualquiera que fuera de todas ellas la que usaran, por mucho que fantasearan con los ecos del mito fundacional.

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¿En qué lengua le contaría Merlín a Vortigern sus profecías? Miniatura del Prophetiae Merlini de Monmouth. British Library MS Cotton Claudius B VII f.224 (datada entre 1250-1270)

 

 

Alberto Reche Ontillera

Ripollet, 1983. Doctor en Historia Medieval por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente centrado en las relaciones ciudad - Corte, las élites urbanas bajomedievales de Barcelona y las expediciones navales en el Mediterráneo. Y ya en la vida real, dedicado a la divulgación.
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