Jordi Morera
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Para un gran número de lectores, la narrativa fantástica moderna tiene sus principios en la obra de J.R.R. Tolkien (1892-1973). El mundialmente reconocido creador de la Tierra Media, cuya historia queda brillantemente relatada en El Hobbit (1937), El Señor de los Anillos (1954-55) y El Silmarillion (1977), no sólo situó en el mapa literario el género fantástico sino que al hacerlo dejó una huella imborrable, una línea divisoria en los anales de la fantasía moderna. Sin duda alguna existe un antes y un después de Tolkien, pero si bien sus sucesores (desde los de mayor mérito literario y artístico hasta los centenares de imitaciones comerciales y derivativas) se han labrado un lugar en los estantes de librerías de todo tipo, sus antecesores más directos han quedado en gran medida eclipsados por la larga sombra del genio de Oxford.
Huelga decir que la literatura fantástica no empezó con Tolkien, sino que sus raíces se remontan a los mismos orígenes de la escritura. Tolkien, en su condición de especialista en literatura medieval, sabía perfectamente que el ser humano ha ejercido sus dotes imaginativas desde su más tierna infancia, llenando con su inventiva los oscuros recovecos que la razón no podía alcanzar. Gran parte de las narraciones que nos han llegado desde el mundo antiguo –desde la Odisea de Homero a la Epopeya de Gilgamesh– son fábulas sobre héroes, dioses y monstruos, que enfrentan al hombre con fuerzas desatadas y sobrenaturales que aparentemente le sobrepasan. Otro tanto puede decirse del poema anglosajón Beowulf, del que Tolkien fue uno de los mayores expertos: el héroe debe enfrentarse a varios monstruos, entre los que se encuentra un terrible dragón.
Esta tradición heroica tendría su continuidad en el rico caldo de cultivo de la literatura medieval. Los romances caballerescos, que rápidamente desplazaron en popularidad a formas épicas anteriores como los cantares de gesta, muestran una enorme fascinación por la magia y lo fantástico, y se alejan de narrar grandes guerras que deciden el destino de naciones para centrarse en las búsquedas heroicas e individuales de sus nobles y honorables protagonistas. Los romances más populares giraban en torno a la Materia de Bretaña, que comprende las leyendas artúricas heredadas del acervo cultural celta y reformuladas según la óptica medieval[1]. Entre ellos se encuentra Sir Gawain y el Caballero Verde, poema narrativo cuya primera edición moderna y posterior traducción corrieron a cargo del mismísimo Tolkien. No es de extrañar que el profesor, sintiéndose heredero y deudor de esta tradición, afirmara en más de una ocasión que El Señor de los Anillos queda mejor definido como un romance heroico que como una novela.
Otra muestra de esta corriente fantástica medieval que también sirvió de fuente de inspiración para Tolkien la encontramos entre las brumas de la Europa septentrional. Los ciclos islandeses como la Völsunga Saga o las Eddas –tanto la Poética como la Edda en Prosa de Snorri Sturluson– giran alrededor de elementos míticos y heroicos, y la Edda de Snorri en particular se erige como un verdadero compendio de mitología nórdica, un legado del antiguo paganismo norte-europeo recopilado más de doscientos años después de que Islandia fuera cristianizada. Tolkien recurrió sin reservas a las sagas nórdicas para dotar a su creación de una potente resonancia mítica, y su influencia se puede vislumbrar a lo largo de toda su obra, desde las razas legendarias de los elfos y los enanos[2] hasta la figura odínica del peregrino errante que encontramos en el mago Gandalf.
Cubierta de una versión de la «Edda en Prosa», manuscrita en el s. XVIII,
mostrando figuras mitológicas como Odín, Heimdall y Sleipnir
De la misma manera, el folklore popular y los cuentos de hadas forman parte también de la prolongada relación del ser humano con los mundos de la fantasía, y su influencia dentro de la historia del género fantástico no es menor por tratarse de una tradición fundamentalmente oral. Ese rico patrimonio oral empezó a ser recopilado y preservado sobre el papel por los grandes folkloristas de los siglos XVIII i XIX, encontrándose los célebres Hermanos Grimm entre los más destacados. Ese volcado a la página escrita, unido al clima cultural del romanticismo imperante en la época, hizo posible que el cuento de hadas viviera su transición de relato de comadres a forma de arte, como demuestra el Kunstmärchen, el cuento de hadas literario que surgió durante el romanticismo alemán y fue practicado por autores como Ludwig Tieck. Dicha transición supuso la aparición de cuentos de nueva hechura, no surgidos de la imaginación popular y anónima sino del puño y letra de autores concretos, con unos valores estéticos determinados y una clara vocación literaria. Nos hallamos, ahora sí, ante las verdaderas raíces de la fantasía moderna.
Entre los primeros autores que practicaron formas literarias como el Kunstmärchen, como el mencionado Tieck, y la irrupción en escena de J.R.R. Tolkien, existe una generación –no me atrevo a calificarla de perdida– de escritores que contribuyeron enormemente a la génesis de la fantasía como género literario para adultos. Algunos de ellos constituyeron fuentes de inspiración para Tolkien, mientras que otros probablemente pasaron inadvertidos para el profesor, pero en cualquier caso el legado de dichos autores demuestra que un género fantástico variado y heterogéneo existía y gozaba de buena salud antes de la llegada de nuestros queridos hobbits.
El escocés George MacDonald (1824-1905) se encuentra entre los pioneros de la fantasía tanto para adultos como en su vertiente infantil. Sus novelas Phantastes (1858) y Lilith (1895) contienen elementos alegóricos y religiosos, pero sin duda es mucho más conocido por sus novelas de corte juvenil como The Princess and the Goblin (1871) –que influyó en la representación de los trasgos de la Tierra Media- y sus relatos fantásticos como The Golden Key (1867). Otro escocés, Andrew Lang (1844-1912), ha pasado a la historia principalmente por sus recopilaciones de cuentos de hadas versionados por sí mismo; sin embargo, en su faceta menos conocida es también el autor de fantasías para niños (The Gold of Fairnilee, 1888) y para adultos (That Very Mab, 1885). El británico William Morris (1834-1896) es otro de los autores que, a pesar de haber quedado relegado prácticamente al olvido para el gran público, supuso una influencia inmensa para la forma del género en su totalidad. Sus obras más conocidas, The Wood Beyond the World (1894) y, sobre todo, The Well at World’s End (1896) presentan la arquetípica búsqueda heroica a través de un mundo completamente imaginario pero a la vez realista y verosímil. Y por supuesto, no es posible formular una relación de pioneros de lo fantástico sin mencionar a Lord Dunsany (1878-1957), uno de los pocos autores que ha conservado una relativa popularidad gracias a obras como The Gods of Pegana (1905) o The King of Elfland’s Daughter (1924). Por supuesto, los escribas de lo fantástico no estaban confinados al viejo mundo, y al otro lado del Atlántico encontramos a autores como Abraham Merrit (1884-1943), un autor fraguado en las revistas pulp y todo un clásico de la fantasía en su vertiente más aventurera, como demuestra en títulos como The Moon Pool (1919) y The Ship of Ishtar (1926), o a James Branch Cabell (1879-1958), autor prolífico de ensayos, novelas y poesía cuyas obras dentro del género parten de aspiraciones más literarias. Entre ellas cabe destacar Domnei (1920), The Silver Stallion (1926) y Something About Eve (1927).
«The Goblin and the Princess», de George MacDonald, inspiración directa de los trasgos de Tolkien.
Ilustración de Nick Harris.
Evidentemente, son muchos los pioneros de lo fantástico que se quedan en el tintero. Si algo pretende demostrar este breve listado es que existía una corriente vibrante y activa, deudora de una larga tradición, mucho antes de que Tolkien llevara la fantasía hasta las más altas cotas de popularidad y prestigio. Los autores mencionados en este artículo, así como la larga lista que ha quedado por nombrar, no podrían en modo alguno definirse a sí mismos como “escritores de fantasía”, como si pueden los sucesores de Tolkien. No formaban un movimiento literario, ni una generación a la vieja usanza; se trataba más bien de un grupo ecléctico de individuos que lo único que tenían en común era su deseo de abandonar los confines más seguros de la literatura y explorar las sendas menos holladas. La grandeza de Tolkien, su genialidad, radica precisamente en su manera de hilvanar todos los elementos heredados de aquellos que le precedieron, desde las sagas de la antigüedad a los romances medievales a sus predecesores más directos, y tejer con ello un tapiz único e inigualable, dotando así a la fantasía de un alcance y una profundidad jamás lograda anteriormente, y que difícilmente volverá a repetirse.
[1] Una buena muestra de los antecedentes celtas del mito artúrico lo encontramos en el Mabinogion galés (colección de historias recopiladas en los s. XII y XIII), donde Arturo aparece en varias de las historias en calidad de rey o jefe guerrero.
[2] Como ejemplo, nótese que Tolkien extrajo los nombres de casi todos los enanos de la Tierra Media, así como el del propio Gandalf, directamente del Völuspá, el primer poema de la Edda Poética.
[…] Antes de Tolkien: Las Raíces de la Fantasía Moderna […]
Me parece muy interesante la evolución del genero, como se fueron desarrollando la fantasía, lo místico, la novela policial, hasta llegar a expresar sobre lo real con lo imaginativo…. Loa antecedentes de la influencia de otros escritores para llegar Tolkien a escribir El Señor de los anillos 1,2 y 3 en 1955..