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La materia épica y heroica ha dado forma a buena parte de nuestros relatos desde tiempos inmemoriales, y en ella encontramos el origen de nuestra identidad. No importa que se reescriba el pasado: en estas obras épicas, la reinvención pasa a convertirse en realidad verídica a través de un aparato espectacular –narrativo o escenográfico– por el que el «engaño» entra mejor.
A lo largo del siglo XVIII, el desarrollo de los efectos especiales teatrales asientan un nuevo género: la comedia de espectáculo. En estas representaciones, las aventuras fantásticas, las hazañas militares reales y las gestas épicas clásicas o medievales, conforman un «gazpacho» en el que los personajes vuelan, los enredos se suceden y los efectos mágicos asombran al público; la trama es lo de menos. Este es uno de los principales medios de entretenimiento para la sociedad popular del siglo XVIII: y al igual que actualmente el cine y las series de televisión constituyen nuestra principal fuente de entretenimiento, para el público dieciochesco el mágico Giges es el Green Lantern o el Harry Potter del momento, Marta la Romantina es toda una superheroína, Hernán Cortés es un luchador patriótico ideal como Mel Gibson en El patriota, y las campañas de Federico II de Prusia se llevan a las tablas al igual que Salvar al soldado Ryan representó el desembarco de Normandía.
Este teatro, por tanto, nos dice mucho acerca de la mentalidad de la sociedad del siglo XVIII: la evolución de sus gustos, cómo perciben la realidad y reaccionan ante ella, cómo aprenden sobre su pasado. A los dramaturgos que escriben comedias de espectáculos les importa, ante todo, firmar piezas de éxito para los teatros (en el caso de Madrid, los del Príncipe y de la Cruz son los más importantes), y que también transmitan alguna idea. Y la materia de Castilla, en este sentido, será una de las más interesantes de este teatro.
La literatura épica medieval castellana surge con la independencia de Castilla con respecto al reino de León. De este modo, relatos como la rebeldía de Fernán González, las conquistas del Cid y el martirio de los Siete Infantes de Lara reflejan una Castilla de frontera que asienta su identidad frente al «otro» musulmán e infiel y el tirano leonés. Y al ponerse por escrito en crónicas o poemas clericales, justifican actitudes políticas o sociales del momento: legitiman históricamente la independencia castellana, o que un monasterio reciba beneficios, o un linaje nobiliario.
Con el paso del tiempo, y a medida que nos alejamos del origen histórico de la épica, estas narraciones se cargan de otros significados: el motivo de la independencia de Castilla, que en el Cantar de Fernán González medieval destacaba por su violencia, tiene que suavizarse tras la unificación de Castilla y León (1230); y en el Barroco interesaba ensalzar la figura del rey, ahora monarca absoluto por la gracia de Dios.
Pongamos un ejemplo: Lope compuso El conde Fernán González, donde mantenía la rebeldía castellana contra León pero finalmente la justificaba sin cuestionar el poder real; la sublevación del conde se debe finalmente a un malentendido. A comienzos del siglo XVIII, la leyenda del conde se representa en el teatro a través de los episodios de lucha contra los musulmanes, que permiten la exhibición de grandes combates y efectos de fuego y ruido que son del gusto del público -como en la comedia Triunfar solo por la fe de Zavala y Zamora-. Pero a finales de siglo, encontramos una curiosa comedia, titulada La conquista de Madrid (impresora de Pablo Nadal, Barcelona, 1797), que da un giro a la rebeldía del conde. En la obra, que recoge la leyenda de la conquista de Madrid a manos de los capitanes segovianos Día Sanz y Fernán García, el ejército cristiano forma una unidad guerrera definida por su fe, contra un ejército musulmán en el que Abderramán ha caído en un romance impuro, y por ello es incapaz de gobernar. Lo que nos interesa es la imagen de Castilla que se nos ofrece: la campaña cristiana unifica bajo un mismo signo al condado de Castilla y al reino de León. Fernán González y Ramiro II se alían en paz para cumplir un objetivo sagrado, por encima de toda discusión terrenal, para así dar gloria a España y asegurar su pervivencia y expansión. Y, así, la cruz triunfa finalmente sobre la luna.
Esta obra, representada e impresa en plena campaña de los borbones por prestigiar Madrid (capital de la Corte renovada urbanísticamente) y sustentar la idea de un estado centralizado, choca con la realidad histórica que pronto sacudiría a Europa: las revoluciones liberales. La épica medieval liga el destino de Castilla al de toda España: esto tiene un reflejo claro en este teatro de consumo popular, donde encontramos antecedentes del nacionalismo romántico posterior a la Guerra de Independencia. Entonces, los liberales conservadores españoles añadirán un pequeño y nuevo matiz: la rebelión del conde se mantendrá, pero solo contra un rey injusto que no cumple con sus funciones. El poder real está depositado en la soberanía de sus súbditos, aunque eso no niega su autoridad. En La conquista de Madrid, por su parte, Fernán González es un consejero de un rey imperfecto, pero nunca cuestionado. La épica, como vemos, sabe reinventarse. Y el público, satisfecho, responde con un aplauso.
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