Jordi Morera
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“Mi propio ideal consciente ha sido engañar al lector para que acepte una imposibilidad, o una serie de imposibilidades, por medio de una suerte de magia negra verbal, para el logro de la cual hago uso del ritmo de la prosa, la metáfora, el símil, el color y el tono, el contrapunto y otros recursos estilísticos, como una suerte de conjuro.”
–Clark Ashton Smith
Dentro de la ficción pulp existe una “Santa Trinidad” de autores, pertenecientes a un mismo círculo literario y forjados en el crisol de la revista Weird Tales. Este triunvirato lo forman H.P. Lovecraft, Robert E. Howard y el autor que nos ocupa hoy, el Bardo de Auburn: Clark Ashton Smith. No es demasiado aventurado afirmar que sin estos “tres mosqueteros de la Weird Tales”, la ciencia ficción y la fantasía no se parecerían demasiado a lo que conocemos en la actualidad.
Una de las plumas más prolíficas y exóticas de lo fantástico, Smith fue un creador polifacético, dotado de una destacada sensibilidad artística, y aunque además de la prosa cultivó otras vertientes como la poesía, la escultura y la pintura, fueron sobre todo sus relatos los que la posteridad quiso preservar. El carácter único de sus narraciones sobrenaturales, teñidas de una mórbida bizarría y desplegadas a través de una imaginería voluptuosamente sensorial, le convierte en uno de los grandes nombres de la literatura fantástica del siglo XX, mientras que su prismática prosa poco hace sospechar al lector que la educación recibida por el autor fue esencialmente autodidacta.
Nacido en California en 1893, Smith pasó la mayor parte de su vida en la pequeña localidad de Auburn, en la pequeña casa construida por sus padres. A raíz de sus trastornos psicológicos como la enoclofobia (miedo a las multitudes), Smith no recibió enseñanza secundaria oficial, pasando a recibir educación en casa. Lector precoz e insaciable, y dotado de memoria eidética, consumió cuentos de hadas y clásicos literarios por igual, culminando con los poemas de Edgar Allan Poe, mientras devoraba y retenía el contenido de diccionarios, llegando a leer la Enciclopedia Británica entera dos veces, según el fantasista Lyon Sprague de Camp.
Sus primeros escritos empezaron ya a esa tierna edad, escribiendo relatos juveniles y novelas de aventuras inspiradas en las Mil y Una Noches. Llegada la adolescencia empezó a vender algunos de esos relatos a la revista The Black Cat, pero en aquella primera etapa era la poesía lo que fascinaba al joven Smith, y le dedicó más de una década. Se convirtió en el protegido del poeta George Sterling, publicando a los 19 años su primer volumen de poesía, The Star-Treader and Other Poems, con un considerable éxito de crítica. Su producción durante esa etapa le valió los apodos de “el Keats del Pacífico” o “el Último Gran Romántico”.
Durante el período de mala salud que le sobrevino a Smith posteriormente y que duraría ocho años, el ritmo de su producción se volvió más irregular, aunque fue en esa época cuando compuso su poesía más brillante. También fue entonces cuando recibió, en respuesta a uno de sus poemas, la carta de un fan llamado H.P. Lovecraft. Esa carta sería el principio de una amistad epistolar que duraría quince años. Lovecraft siempre alentó a Smith a proseguir con su carrera literaria, y en las obras de ambos se da un cierto juego de trasvases de términos, nombres propios y lugares que se pueden considerar como la génesis de los Mitos lovecraftianos como creación que trasciende al propio autor. Por su parte, Lovecraft además se aseguró de aludir a su amigo en algunos de sus relatos como El Que Susurra en la Oscuridad, donde se menciona al sumo sacerdote atlante “Klarkash-Ton”.
Tras el estallido de la Gran Depresión en 1929, y como medio para suplementar los precarios trabajos con los que se mantenía a duras penas, Smith empezó a derivar hacia la ficción, escribiendo más de un centenar de relatos de corte fantástico, aunque no llegó a firmar ninguna novela. Junto a Lovecraft y Howard, con quien también empezaría a cartearse a partir de 1933, encabezó y dio forma a la escuela de la “weird fiction”, subgénero que cobró una gran popularidad y que nacería principalmente en las páginas de Weird Tales. Los relatos de Smith, únicos y personales, difieren a los de sus colegas en temas y tono, estando marcados por una fascinación por lo decadente, lo macabro y lo bizarro. Su ficción es altamente descriptiva, muy visual y escrita con una prosa esotérica y totalmente auto-consciente, resultando en muchas ocasiones más en viñetas exóticas y cuadros verbales que en auténticas historias. Al contrario que Lovecraft, Smith tendía más a la fantasía que al horror, aunque también escribió ciencia ficción y se convirtió en una figura influyente en ese campo.
Tras esta prolífica etapa, Smith fue golpeado por varias tragedias que se sucedieron con muy poca diferencia de tiempo: la pérdida de sus ancianos padres, el suicidio de Howard en 1936 y la muerte de Lovecraft por cáncer en 1937. Aquello hizo que el Bardo de Auburn colgara la pluma y abandonara el panorama literario, poniendo punto final a la edad dorada de la Weird Tales. Sus relatos fueron recopilados en antologías a partir de unos años más tarde, pero Smith se dedicó exclusivamente a la escultura y la pintura hasta la fecha de su muerte en 1961.
Hoy en día se suele dividir la ficción de Smith en varios ciclos principales, según el escenario en el que se sitúa la acción. En el ciclo de Averoigne, formado por apenas ocho relatos y algo de material tangencial diverso, el lector es introducido en esa imaginaria provincia de la Francia pre-industrial, donde la pluma de Smith crea nuevas y escabrosas leyendas medievales. En la ficticia Averoigne el cristianismo coexiste precariamente con un mundo de brujería y paganismo, y en ella encontramos ruinas de castillos abandonados, bosques oscuros habitados por hombres lobo, monjes que juegan con la magia negra y personajes egoístas capaces de cualquier cosa para lograr sus propios fines hedonistas, con la tentación y la fuerza de voluntad siempre en batalla constante. En Una Cita en Averoigne, el trovador Gerard de l’Automne recorre los caminos desflorando alegremente a las doncellas hasta que se cruza en su camino la bella Fleurette, y se ven obligados a elegir como escenario de su encuentro un lugar sobre el que pesa una vieja maldición. En La Santidad de Azédarac, el obispo de Ximes es en realidad un hechicero conocedor de los mitos de los Primigenios y que consulta más a menudo el Libro de Eibon que la Biblia, y cuyos nefastos planes sólo tienen oposición en el joven Hermano Ambrose. Y en El Coloso de Ylourgne nos encontramos a Gaspard du Nord, lo más parecido a un héroe tradicional en la narrativa de Smith, enfrentado al villano Nathaire, un perverso y deforme brujo que está haciendo que los cadáveres se alcen de sus tumbas y se dirijan en masa a su ruinosa morada.
El ciclo de Poseidonis nos traslada a la isla de dicho nombre, resto último del continente perdido de la Atlántida. Smith forjó la imagen de este mundo perdido y dominado por la magia basándose en las obras de Ignatius Donnely y James Churchward sobre la isla fabulosa y otros continentes perdidos como Mu, así como en las corrientes teosóficas de Madame Blavatski. Aunque este ciclo, compuesto por un puñado de relatos y poemas, cayó en el olvido tras la muerte de Smith, la antologización de Lin Carter en los setenta lo sacó a flote tras su virtual hundimiento. El personaje más carismático del ciclo es el poderoso mago Malygris, protagonista de facto o de cuerpo presente de dos de los relatos más destacados, El Último Hechizo y La Muerte de Malygris. En el primero el hechicero se sabe moribundo y ansía recuperar el amor perdido de su juventud, arrancándola del reino de los muerto si es preciso. En el segundo el poderoso brujo ha muerto, pero entre los otros magos abundan las sospechas de que su muerte no es lo que parece, y que podría haber usado la necromancia para vencer a la Parca.
El ciclo de Hiperbórea nos lleva a un pasado aún más remoto, teniendo lugar en un mítico continente polar situado hace unos quince millones de años. Esta ambientación prehistórica nos muestra un continente en el ártico, antaño un paraíso cálido y fértil poblado por los últimos dinosaurios, y posteriormente cubierto por el hielo del Pleistoceno. La Hiperbórea de Smith, cuya condena por el avance de la glaciación es inminente, está habitada por una raza pre-humana que desplazó a los primeros pobladores, los Voormi, seres parecidos al fabuloso yeti. Es este ciclo el que guarda más estrecha relación con los Mitos de Cthulhu de Lovecraft. En él Smith creó las figuras de los dioses Tsathoggua y Ubbo Sathla, que luego pasarían a formar parte del elenco de entidades primigenias del autor de Providence. A su vez, Smith haría alusiones a creaciones lovecraftianas como Yog-Sothoth o el propio Cthulhu, si bien muchas veces con el nombre ligeramente alterado. Dos personajes destacados de este ciclo son el sacerdote-hechicero Eibon, autor del grimorio que lleva su nombre y adorador del dios-sapo Zhothaqquah (Tsathoggua), y el maestro ladrón Satampra Zeiros, cuyas hazañas legendarias se relatan en El Relato de Satampra Zeiros y su precuela, El Robo de las Treinta y Nueve Fajas.
El último gran ciclo de Smith, ambientado en el continente de Zothique, nos lleva en la dirección contraria, hacia un futuro agónico en el ocaso de la existencia, pintado a través la prosa febril, exuberante y sensualmente decadente del autor de Auburn. Tintado también por el pensamiento teosófico y orientalista, el mundo condenado de Zothique se marchita lentamente bajo un sol al borde de su extinción, mientras sus habitantes se entregan a la decadencia y al exceso con el abandono de quien se sabe condenado, y el núcleo poético de Smith sabe transmitir como pocos el sentimiento de nostalgia y pérdida irreparable, sin perder un irónico sentido del humor que parece arrebatado a la entropía en el preludio de la aniquilación. En Zothique, la tecnología y las máquinas del presente fueron olvidadas mucho tiempo atrás, y la brujería y la adoración de numerosos dioses y diablos vuelven a prevalecer como en tiempos pretéritos. En El Imperio de los Necromantes, dos magos conjuran para sí un imperio levantado del polvo y de los cadáveres de los antiguos, pero su despotismo se volverá en su contra. En El Viaje del Rey Euvoran, el epónimo protagonista pierde su corona al ofender a un nigromante, y se embarca en una búsqueda para recuperarla. Y en El Eidolon Oscuro un nigromante planta cara a su protector para perseguir la venganza contra quienes le maltrataron en su juventud, desencadenando el horror con sus actos. Los relatos de Zothique sirvieron de inspiración directa a Jack Vance, otro autor de sobra conocido por los aficionados a lo fantástico, quien influido por Smith escribió la serie de relatos de La Tierra Moribunda, que acabarían por dar nombre a todo este subgénero.
Aunque en menor medida, Smith también escribió relatos enmarcados en la ciencia ficción, ambientados en mundos extráneos como Marte o el planeta Xiccarph, y sus relatos de este corte sirvieron para inspirar a escritoras como C.L. Moore o Leigh Brackett, que replicaron en sus obras las sociedades decadentes dibujadas por Smith. Sin embargo, incluso los relatos más puramente ci-fi de Smith sirven para contar el mismo tipo de historia y plasmar los mismos ambientes vistos en sus ciclos fantásticos.
De Clark Ashton Smith se ha dicho que nadie desde Poe ha amado tanto un cadáver bien podrido. Esta frase, acuñada por Sprague de Camp, subraya la morbidez y la extravagancia propias de las obras de este maestro único de la fantasía, el terror y la ciencia ficción. Su visión enormemente imaginativa, vehiculada a través de un profundo dominio de la lengua inglesa, conforma un género por sí misma. Exótica y erótica poesía hecha prosa, al servicio de escenarios fabulosos creados a partir de la nada y de atmósferas densas y coloristas, ricas en texturas, henchidas y fragantes como una fruta demasiado madura bajo el sol. Aunque el Bardo de Auburn siempre se consideró un poeta ante todo, es en su rica prosa donde pervive su legado. Y si bien el gran público no ha prestado al mago de lo bizarro la misma atención que a sus dos célebres triunviros, tanto la crítica reciente como los aficionados le han otorgado el justo reconocimiento que se le negó en vida, una apreciación póstuma que sin duda haría sonreír al propio Malygris en su tumba.
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