Raúl
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(viene de http://www.studiahumanitatis.es/contra-los-mesias-2a-parte/)
Pero todavía era pronto para que los esfuerzos de Yohanan ben Zakkai diesen fruto. Además de los importantes disturbios protagonizados por diversas comunidades judías de la diáspora en los años 115-117, aún habría de producirse una segunda gran revuelta en Judea, que tendría además un carácter decididamente mesiánico: la rebelión de Bar Kojba o Segunda Guerra Judeo-Romana de los años 132-135. Así, Simón bar Koseba, renombrado como bar Kojba (“hijo de la estrella”, en referencia a la “estrella de Jacob” de Números 24:17, entendida como signo mesiánico), fue proclamado Mesías y protagonizó un alzamiento de gran calado que llegó a establecer un gobierno judío independiente de Roma durante unos 2 años y medio. Pero, una vez más, Yahveh no abrió los cielos para enviar legiones celestiales que aplastasen al ejército romano, y pese a una resistencia tenaz y mucho mejor organizada que la de la Gran Revuelta Judía, en el año 135 las tropas imperiales derrotaron definitivamente a los sublevados. El emperador Adriano pondría fin a la tradicional política de tolerancia hacia los judíos (ya Trajano había dado los primeros pasos en esa dirección como consecuencia de las revueltas de 115-117), aboliendo las leyes que les garantizaban un tratamiento diferenciado y decretando diversas medidas asimilacionistas. Más aún, sobre la ciudad sagrada de Jerusalén, completamente arrasada, se edificó una colonia puramente romana, Aelia Capitolina, a la que se prohibió el acceso a los judíos. En el solar donde se había alzado el antiguo Templo se edificó un santuario de Júpiter, y la propia provincia de Judea perdió su nombre y pasó a llamarse Palestina en honor del ancestral enemigo del pueblo hebreo: los filisteos. En contra del tópico, los romanos jamás decretaron la expulsión colectiva de los judíos de Palestina, pero las destrucciones, ejecuciones y esclavizaciones que tuvieron lugar durante la represión contra la revuelta, así como la política de asentamiento de poblaciones foráneas en la región, minaron el arraigo del judaísmo en la Tierra Prometida y debilitaron profundamente su carácter de religión “nacional”. Es precisamente en el contexto de estas rebeliones de los siglos I-II cuando parecen haber desaparecido las comunidades nativas de seguidores de Jesús en Judea, dejando definitivamente el camino libre a las interpretaciones del cristianismo que defendían los grupos helenizados de la diáspora.
Tetradracma acuñado por el gobierno de Bar Kojba, con el lema “Por la libertad de Jerusalén“
Fuente: Wikimedia
Así pues, el balance del clima mesiánico en la Judea del comienzo de nuestra era había sido completamente desastroso: el empeño en perseguir la pureza y aferrarse al fanatismo religioso para obcecarse en construir un reino judío alzado contra el omnímodo poder de Roma no había traído más que muerte y destrucción. Los alzamientos mesiánicos se habían producido en un clima político de tolerancia, en el que los gobernantes romanos colaboraban con las autoridades religiosas de Jerusalén y las leyes romanas otorgaban privilegios especiales a los fieles judíos en el conjunto del Imperio, de modo que el culto tradicional en el Templo de Jerusalén se mantenía con prosperidad y el judaísmo era una religión en plena expansión por el Mediterráneo. El empecinamiento en una perspectiva nacionalista de la religión, con su rechazo del cosmopolitismo helenístico-romano, había conducido a la peor de las pesadillas: el Templo – residencia de Yahveh y símbolo de la alianza con el pueblo hebreo – había sido destruido, la ciudad sagrada de Jerusalén se había convertido en territorio vedado para los judíos, Judea había quedado arrasada, y los privilegios legales para el culto judaico a lo largo del Imperio habían desaparecido. A la altura del año 135 quedaba claro que la consecuencia del sueño mesiánico no había sido la instauración del reino de Dios, sino la destrucción de una Edad de Oro del judaísmo. No es de extrañar que la tradición judía posterior, recogida en el Talmud, pasase a referirse al supuesto Mesías de la rebelión de 132 como Simón bar Kosiba, “hijo de la mentira”.
Por suerte, estaba el grupo de Yavne. Con la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 habían desaparecido todos los rituales centrados en el santuario, y como consecuencia el estamento sacerdotal, controlado por los saduceos, había perdido su razón de ser. Los eruditos de Yavne, reunidos en torno a la figura de Yohanan ben Zakkai, estaban convencidos de que la rebelión armada no era el camino y de que en cambio era posible el entendimiento con las autoridades romanas, por lo que se apartaron del ambiente mesiánico hierosolimitano. No negaban que algún día Dios enviaría al Mesías, pero les parecía que ese momento estaba aún muy lejano y que en todo caso no llegaría por la vía de las armas, sino de la conversión personal. El judaísmo no debía vivir obsesionado por el futuro, sino preocuparse del presente. Así comenzó a desarrollarse una nueva fase, el judaísmo rabínico, en la que la vida religiosa no estaba ya centrada en el culto ritual del Templo, sino en las actitudes morales de los fieles, que debían basarse en las obras de misericordia y la observancia y estudio de la Ley, según la vieja máxima: “Porque misericordia quiero y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos” (Oseas 6:6). Se dio un decidido impulso a dos figuras ya existentes: la sinagoga, espacio de reunión de los fieles, y el rabino (del hebreo rabbí, “maestro”), maestro de la interpretación de la Ley (pero no sacerdote), y se otorgó una enorme importancia a la educación, creándose las escuelas en las que los fieles recibían las enseñanzas de los maestros y se formaban las nuevas generaciones de rabinos.
Gamaliel enseñando a sus estudiantes
Hagadá Hispano-Morisca (Castilla, c. 1300)
Fuente: British Library (ms. Oriental 2737)
Tras el fracaso de la rebelión de Bar Kojba y el fin de las medidas represivas antijudías a la muerte de Adriano en 138, el centro del judaísmo rabínico se trasladó a Galilea, manteniendo los principios promovidos por el grupo de Yavne. La nueva orientación religiosa, pacífica, erudita y coral, recibió una influencia decisiva del grupo de los fariseos, que – contra la visión que de ellos ofrecen los Evangelios cristianos – siempre habían defendido que la vida religiosa debía centrarse en la interiorización de la Ley, interpretada en sentido no literal con ayuda de las enseñanzas orales de los maestros, y no en el mero formalismo ritual propio del grupo sacerdotal. Se abría así el camino para una nueva Edad de Oro de la religión judía, ese “judaísmo clásico” decididamente cosmopolita que a lo largo de la Antigüedad Tardía y la Edad Media floreció en Asia, Europa y el norte de África como una verdadera “religión de sabios”, desprovista de toda tentativa fanática o militarista, que prosperaba en lugares tan dispares como Babilonia, Córdoba, Septimania o Jazaria. En ese ambiente se gestó a lo largo de los siglos II-V la gran obra del judaísmo rabínico, el Talmud (en sus dos versiones, hierosolimitana y babilónica), un compendio de análisis y comentarios sobre la Ley que beben de la tradición oral. Precisamente en el Talmud, dentro del tratado conocido como Babá Metziá (“La Puerta Intermedia”), encontramos recogida una curiosa historia acerca de la discusión que mantuvieron Rabí Eliezer y sus colegas sobre si el horno de Aknai debía ser declarado puro o impuro, la cual nos da perfectamente el tono de la nueva orientación del judaísmo. El fragmento que nos interesa dice así:
(…) Rabí Eliezer aportó todos los argumentos posibles, mas sus colegas no se declararon convencidos. Entonces, Rabí Eliezer dijo:
– Si la Ley me concede la razón, pruébelo este algarrobo.
Y el algarrobo se trasladó a una distancia de 60 metros, pero sus compañeros le replicaron:
– Ninguna prueba puede aportar un algarrobo.
Rabí Eliezer porfió:
– Si la Ley está de acuerdo con mi punto de vista, sea una prueba este arroyo.
Y el arroyo dio media vuelta. Sin embargo, sus compañeros le dijeron:
– Un arroyo nada puede probar.
Rabí Eliezer entonces les dijo:
– Si la Ley aprueba mi parecer, demuéstrenlo las paredes de esta Academia.
Las paredes se hendieron y amenazaban desplomarse. Rabí Joshua les reprendió:
– Si quienes estudian la Ley discuten entre sí acerca de alguna regla, ¿qué os importa?
Y, por respeto hacia Rabí Joshua, las paredes no se derrumbaron, pero tampoco volvieron a su primitiva posición, por deferencia a Rabí Eliezer, y quedaron inclinadas.
Finalmente, Rabí Eliezer exclamó:
– Si la Ley está de mi parte, envíenos el Cielo una prueba de ello.
Entonces se oyó una voz celestial que decía:
– ¿Por qué estáis contra Rabí Eliezer? La decisión legal siempre está de acuerdo con su opinión.
Se levantó Rabí Joshua y dijo:
– No está en el cielo.
¿Que quería decir con esto? Dijo Rabí Jeremiah:
– Que la Torá no está en el cielo. Dado que ya nos fue dada en el monte Sinaí, no atendemos a voces celestiales, ya que tú has escrito hace mucho en la Torá en el monte Sinaí: Uno debe inclinarse a la decisión de la mayoría.
Rabí Nathan se encontró con Elijah y le preguntó:
– ¿Qué hizo Dios en ese momento?
– Se reía, diciendo: ¡Mis hijos me han vencido, mis hijos me han vencido!
En ese día se trajeron todos los objetos que Rabí Eliezer había declarado purificados y los quemaron. Entonces hicieron una votación y lo excomulgaron.
(Baba Metziá, 59)
Conociendo demasiado bien a dónde acababan conduciendo las buenas intenciones de los Mesías y otros iluminados, el rabinismo prefirió ignorar las tentadoras voces celestiales, encerrar a Dios tras el reconfortante parapeto de la Ley y refugiarse en una interpretación razonable y plenamente humana de la religión, según el recurso a las decisiones tomadas por una mayoría de sabios: como resultado, el judaísmo se vio privado de episodios mesiánicos significativos durante unos 1500 años (1). En el enloquecido gabinete de la historia humana podrán encontrarse pocas lecciones de mayor provecho.
(1) Hasta que a mediados del siglo XVII Shabtai Tzvi, natural de Esmirna, proclamase ser el Ungido y generase un terrible problema de orden público a las autoridades del Imperio Otomano.
Para saber más:
– Un libro: Antonio Piñero, Guía para entender el Nuevo Testamento, Madrid, Editorial Trotta, 2006 (y sucesivas reediciones). Una obra magnífica, en la que uno de los mayores expertos españoles en los textos judíos y cristianos de los primeros siglos de nuestra era empieza presentando con rigor y concisión tanto la historia de la investigación bíblica como el contexto histórico-cultural, de raigambre tanto judía como helenística, en el que surgieron los textos de lo que conocemos como “Nuevo Testamento”. En una segunda parte analiza con detalle cada uno de éstos, con la interesante particularidad de que el profesor Piñero ofrece un análisis en sentido cronológico, reordenando los libros neotestamentarios a partir de la fecha de su composición y no de su posición en las ediciones al uso. De este modo recuperan su primacía las cartas de Pablo, anteriores a los Evangelios, y el proceso de construcción doctrinal del cristianismo queda mucho mejor clarificado.
– Una película: La rabbia (Pier Paolo Pasolini y Giovannino Guareschi, 1963). En este curioso filme bipartito producido por Gastone Ferranti, dos directores de ideologías opuestas tratan de responder a la pregunta: “¿Por qué nuestra vida está dominada por el descontento, por la angustia, por el miedo a la guerra, por la guerra?”. Lo hacen como voces en off que comentan imágenes documentales de los años 50 seleccionadas por ellos mismos. En el fondo la película acaba siendo una confrontación de dos mesianismos, con la deliciosa ironía de que el marxista concluya su parte con una apelación al cosmos y la conquista de los espíritus, en una suerte de apasionada declaración de fe que aprovecha imágenes de la carrera espacial soviética, mientras que el católico opta por cerrar la suya, entre loas y lamentos en memoria de los soldados fascistas italianos fallecidos en la guerra, con la afirmación de que “Es aquí, es en este viejo planeta que el hijo de Dios ha querido nacer, sufrir y morir como un hombre. Aquí están nuestro pasado y nuestro futuro, y aquí, y no en la luna, hay que buscar la solución a nuestros problemas“.
– Una charla: La presentación del libro La invención de la tierra de Israel por Shlomo Sand. En esta conferencia de presentación, seguida de un interesante y agitado coloquio con el público, el historiador israelí presenta en el londinense Frontline Club un resumen tanto de su obra más reciente, La invención de la tierra de Israel, como de su precedente, La invención del pueblo judío. Con un estilo ágil y polemista desmonta los tópicos antisemitas y/o sionistas (a menudo coincidentes, por ejemplo en la idea de una herencia racial judía) que condicionan la imagen del judaísmo predominante en Occidente.
(entrada publicada originalmente el 27 de mayo de 2016)
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