Joan Curbet Soler
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¿Era posible escenificar un orgasmo, y más especialmente un orgasmo femenino, en la escena teatral isabelina, a finales del siglo XVI? Si para alguien hubiera sido eso posible, era para Shakespeare, artífice máximo de la interacción entre palabra y dramatización en su tiempo. ¿Es que sus poderes como dramaturgo le permitían llegar incluso a ese extremo? ¿Y era posible que ello sucediese sin llamar demasiado la atención dentro del nuevo contexto religioso inglés, alumbrado por la Reforma? Exploremos un caso concreto: el monólogo en que Julieta espera a Romeo una vez que ha tenido lugar el matrimonio secreto entre ambos.
Imaginemos el escenario del “Rose” o del “Swan”, los teatros octogonales o hexagonales, sin techo, a la orilla sur del Támesis, donde se representó Romeo y Julieta por vez primera (muy seguramente, hacia 1595; el Globe no se había construido todavía): ante los espectadores se hallaría una plataforma vacía, de madera elegantemente pintada, con unos simples pero elegantes pilares al fondo, y un balcón detrás; por lo demás, ese espacio estaría casi desprovisto de cualquier tipo de atrezzo. El personaje de Julieta (representado por un chico joven vestido de mujer, pues no se admitían actrices) se encontraría perfectamente visible y expuesto al público; quizá unas candelas indicarían discretamente que el tiempo ficcional del argumento se situaba al atardecer, pues la obra misma se estaría representando a plena luz del día.
Escena del balcón – Frank Dicksee (1884)
Nos encontramos en el Acto III, el centro mismo de la obra: una ocasión que, a nivel de la iconografía de la obra y de su recepción posterior, no puede competir con la escena del balcón al principio del Acto II, o con la muerte de ambos amantes en el mausoleo de los Capuleto, en el Acto V. Y de pronto se escucha la voz de Julieta, que ya se ha casado con Romeo a espaldas de sus padres. Si bien, en ese punto de la obra, sus diálogos con Romeo la han colocado en una posición de control retórico, siempre calmando los excesos de énfasis de su amado, ella misma va a demostrar, en su propio monólogo, que se puede lanzar también al desbordamiento estilístico. En este momento, el juego figurativo en su hablar avanza en una dirección nueva, buscando acelerar el cumplimiento de su deseo físico, por medio del juego verbal que ha empezado a compartir con su amante. Y se escucha, por fin, su solitaria pero intensa voz:
(Jul.): Gallop apace, you fiery-footed steeds, Lovers can see to do their amorous rites Thou sober-suited matron, all in black, Hood my unmann’d blood, bating in my cheeks, Come, night; come, Romeo; come, thou day in night;
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(Julieta): ¡Corred veloces, caballos de pies de fuego! Galopad donde Febo duerme. El látigo de Faetón, el auriga, ya os habría llevada hasta el Ocaso y me habría traído las nubes de la noche. ¡Extiende tu negro manto, oh noche protectora del amor! ¡Y tú, sol, cierra tus ojos ya! Que Romeo venga, inadvertido, en silencio, a mis brazos. Los amantes celebran sus amorosos ritos con la sola luz de su belleza, pues siendo ciego busca el amor de la noche. Ven, noche oscura, ven, matrona sabiamente enlutada, y enséñame a perder un fácil juego, ése que juegan dos virginidades inocentes. Cubre la sangre indómita, que arde en mis mejillas con manto de tinieblas, hasta que el tímido amor se decida, y amar no sea sino pura inocencia. Ven , noche; ven, Romeo; ven, tú, día de la noche. Tú que yaces sobre alas nocturnas, y en ellas más blanco apareces que la nieve sobre el cuervo. ¡Ven, dulce noche, amor de negro rostro! (Traducción del Instituto Shakespeare)
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El arrebatado inicio de este monólogo parece buscar una aceleración del tiempo. En inversión del tópico habitual, lo que se desea aquí es la llegada de los caballos de Febo a su establo, para que llegue la noche en que la hablante perderá su virginidad. Nada hay aquí que contravenga la lógica del matrimonio protestante (desde Lutero en adelante, el encuentro sexual se consideraba parte natural de la vida entre esposos): lo chocante en estos versos es la intensidad extrema con que Julieta, “vendida” como tabernáculo de amor pero aún no gozada, de sangre ardiente pero aún casta (el adjetivo “unmann´d” en el verso 14 sugiere que esa sangre no ha sido liberada por el contacto con un hombre) desea llegar a ese momento. El juego anafórico en que Julieta se dirige a la noche, en suave repetición estructural, con apenas alguna variación adjetival (“ven, noche oscura…”, “ven, noche; ven tú, día de la noche”; “ven, dulce noche”…) enfatiza tanto la ansiedad de su espera como la ritualización con que quiere revestir el momento. Y aquí es donde ella se libra enteramente a una fantasía erótica ambiciosa y extrema, proyectada, en su gozo anticipado, hacia el universo mismo:
Give me my Romeo; and, when he shall die, Take him and cut him out in little stars, And he will make the face of heaven so fine That all the world will be in love with night And pay no worship to the garish sun. O I have bought the mansion of a love, But not possessed it, and though I am sold, Not yet enjoyed. (III, ii, 1-28) |
Dame a mi Romeo y, cuando muera, tómalo, y haz de sus pedazos estrellas diminutas que iluminen el rostro del Cielo, de tal forma que el mundo entero ame la noche, y nadie rendirà tributo al sol radiante. Oh, dueña soy ya del palacio de amor Y aún no lo poseo; vendida fui ya Y aún no me gozan. (Traducción del Instituto Shakespeare)
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El deseado momento de la cópula se imagina a la vez como consumación y muerte de la hablante y como transformación cósmica del amado, en la que éste se fragmentará en pléyade de estrellas, para continuar brillando en los cielos. Brian Gibbons ha señalado la superposición imaginativa en este pasaje de las experiencias del sexo y la muerte a través del verbo “die” que, en la Inglaterra renacentista, podía aludir tanto a la cópula como a la muerte (“Julieta juega con la palabra muerte, que significa también el éxtasis sexual, y ruega que Romeo pueda compartir la experiencia con ella”, Gibbons 1980: 176). Pero lo que aquí tenemos es más que un simple pun, o juego de palabras: toda la culminación de este monólogo establece una ansiosa unión entre eros y thanatos, en que ambos se encuentran y se confunden tanto a nivel del deseo humano como a nivel macrocósmico. Y, sobre todo, obsérvese que en ningún momento se invoca aquí un más allá pensado en términos cristianos: lo que tenemos es más bien la anticipación de una metamorfosis final, en que el amado continuaría viviendo en lo que más amaba.
Anticipación de un destino trágico, sí, pero también percepción integradora del orgásmico placer que espera a la hablante y a su amado en lo que les queda de vida, y en el acabamiento de ésta. En este momento Julieta “puede representar su consumación sexual gozosamente y con agradecimiento, como una experiencia vivida espiritualmente, y su muerte física con aceptación, como parte de un proceso natural” (McKim 2005: 41). Julieta es consciente de que para ella el sexo y la muerte están enteramente entrelazados, de que el primero convoca a la segunda y necesita de ella para afirmarse, y de que a ella misma le ha sido dada la rara posibilidad de experimentar el enlace entre ambos, anticipado aquí como plenitud gozosa de la vida. Explosión erótica del propio cuerpo, sí, pero también de toda la naturaleza con él, en su ritmo imparable de creación y destrucción.
Julieta – Philip Hermogenes Calderon (1888)
La consumación sexual aun no ha llegado para Julieta, pero ya se ha expresado deleitosamente en el escenario; más tarde, los amantes se retirarán a su alcoba, sin que los espectadores accedan a ésta más que a la mañana siguiente. Ignoramos hasta qué punto el actor (pues, insistimos, de un actor se trataría) contribuiría con su gesticulación o su respiración al pleno efecto del monólogo que hemos comentado. Pero Shakespeare, sólo con el uso de la palabra, ya ha evocado con extrema fuerza todo el placer y el vértigo de una unión plena de los cuerpos, que a la vez lo sería de estos con la naturaleza. Se habla hoy en día, en las publicaciones New Age, de “orgasmos cósmicos”, o incluso de “polvos de estrellas”: en esto, como en casi todo, es el propio Shakespeare quien parece seguir interpretando y dando sentido a nuestro mundo, más que nosotros al suyo cuando le leemos.
Shakespeare, William, Romeo y Julieta (1988), y con versión castellana de M.A. Conejero y Jenaro Talens, Madrid: Ediciones Cátedra, 1988.
Gibbons, Brian (1980) Romeo and Juliet. Arden Shakespeare Series. Londres: Methuen.
McKim. William M. (2005), “Romeo’s ‘Death-markt’ Imagination and its Tragic Consequences.” En: Kentucky Philological Review, volumen 20, números4-5 (Marzo 2005), pp. 38-45.
Información Bitacoras.com
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