Raúl
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(Entrada publicada originalmente el 2 de diciembre de 2015)
¿Qué es un historiador? Para algunos, ha de ser un científico dotado de herramientas de análisis rigurosas y objetivas. Para otros, una suerte de literato capaz de devolver a la vida con la fuerza de su pluma algunas escenas del pasado. Yo, en cambio, cada vez más me lo imagino como un niño que se entretiene con viejos juguetes rotos, tratando de usar la imaginación para dar sentido a unos fragmentos cuyo origen le resulta tan misterioso como fascinante.
Si quisiera resumirlo en una palabra diría que el historiador es, sobre todo, un lector. Y no vayamos a pensar que es éste un oficio cómodo: aunque algunos lo creerían una adquisición de los teóricos de la segunda mitad del siglo XX, ya los autores medievales sabían perfectamente que la obra literaria es un artefacto incompleto y abierto, que para cobrar un sentido pleno requiere de la interpretación cómplice del lector. Lo confiesa por ejemplo una narradora del siglo XII, María de Francia, en el prólogo a una deliciosa colección de cuentos que beben de la tradición oral de los bardos bretones y que ella supo convertir en historias caracterizadas por una delicada mezcla de ensueño, fragilidad y melancolía: los Lais.
Era costumbre entre los antiguos (…) que en los libros que hacían se expresaran con bastante oscuridad, para que los que vinieran después y tuvieran que estudiarlos pudieran glosar la letra y añadir de su propio conocimiento el resto. Sabían los filósofos y estaban convencidos de que cuanto más pasara el tiempo, mayor sería la sutileza de su sentido y podrían ocuparse mejor de lo que quedara por explicar.
María de Francia, Lais (Alianza Editorial, Madrid, 1994, p. 28) (Traducción de Carlos Alvar)
María de Francia, in flagranti delicto
Biblioteca Nacional de Francia, Bibliothèque de l’Arsenal, ms. 3142, fol. 256 (copiado en París en 1285-1292)
Miniatura realizada por el “Maestro de la Biblia de Jean de Papeleu” (probablemente Richard de Verdun)
Fuentes: Wikimedia y Biblioteca Nacional de Francia
El pasado, aun avariento como es, ofrece mucho material para esa lectura creativa: fragmentos de cerámica, pergaminos resecos, viejos topónimos, paisajes fosilizados, imágenes talladas en piedra… Sin embargo, la pregunta que anida en lo más profundo del oficio de historiador es: ¿sabemos leer?
Baste echar un vistazo a nuestra propia memoria personal y comprobar lo extraño, inexplicable y lejano que nos resulta nuestro propio pasado, incluso (o quizá sobre todo) cuando intentamos rememorar las épocas mejores. No en vano reza la antigua advertencia “no intentes regresar al lugar donde creíste ser feliz”, porque el riesgo no es tanto constatar lo lejano del paraíso perdido como descubrir que éste en realidad nunca existió, que no es sino un falso recuerdo fruto de una mala interpretación. Y, como decía Jorge Manrique, “desque vemos el engaño y queremos dar la vuelta, no hay lugar“. Si escudriñar el pasado propio y relativamente reciente ofrece tales riesgos, qué decir de quienes se dedican a interpretar lo ocurrido hace décadas, siglos, milenios.
Soledad, aislamiento e incomunicación. Tales son los peligros que acechan a quien osa emprender la antigua vía que lleva a la búsqueda del pasado, que es lo mismo que el cuestionamiento del presente. La primera alienación será, por tanto, la soledad con respecto a su propio entorno. Donde otros vean novedad, él verá recurrencia; cuando sus contemporáneos se envanezcan creyéndose la cima del progreso, él hallará motivos para la humildad e incluso la vergüenza. En definitiva, habrá tomado el camino del extrañamiento frente a las convicciones y prejuicios de su propia sociedad, tratando de liberarse del estruendo de los mitos y lugares comunes que nos acosan cotidianamente. Con ello nos condenamos a ser libres y vivir enfrentados a la incomprensión del mundo, como el “héroe absurdo” de Camus.
Para Albert Camus, el mítico Sísifo era el héroe absurdo por antonomasia, pero no me adentraré en la comparación entre sus afanes, destinado a empujar una roca que siempre retorna a su posición inicial, y los bien conocidos vaivenes de la historiografía
Sísifo, de Franz von Stuck (1920)
Fuente: Wikimedia
Hay una segunda alienación, que afecta especialmente a quienes hacen o intentan hacer de la Historia su profesión, en particular dentro del mundo académico: consiste en eso que suele denominarse “la torre de marfil” (concederemos por cierto que sea verdad que esté hecha de marfil, aunque hace tanto que no se limpia que resulta difícil creer que haya sido blanca alguna vez). Es decir, el peligro de acabar ensoberbeciéndose y encerrándose dentro del pequeño círculo de iniciados, gozando de todos los torcidos placeres del onanismo intelectual y refunfuñando porque el común de los mortales se empeña en dar la espalda a los “doctos” y, en un gesto de suprema ingratitud, rechaza que éstos le dispensen las generosas mieles de su sabiduría. El problema, claro está, es que esto conduzca a un aislamiento del que nos percatemos demasiado tarde, cuando ya no tiene solución, como en el poema de Cavafis:
Sin miramiento, sin piedad, ni pudor
grandes y altas murallas en torno mío levantaron.
Y ahora estoy sin esperanza.
No pienso sino que este destino devora mi razón;
porque fuera, mucho tenía yo que hacer.
¿Por qué, ay, no reparé cuando iban levantando la muralla?
Mas nunca oí el ruido ni la voz de sus autores.
Sin sentirlo, fuera del mundo me cercaron.
Constantino Cavafis, Murallas (1896) (Traducción de Pedro Bádenas de la Peña)
Hay, finalmente, una tercera. Es quizá la más importante y en la que menos hincapié suele hacerse: el riesgo de incomunicación entre el historiador y su propio objeto de estudio, el pasado. Volvemos a la pregunta potencialmente destructiva que es inherente al oficio: ¿sabemos leer? Tenemos los materiales, más o menos fragmentarios y adulterados; tenemos algunos métodos con los que trabajar, más o menos elaborados; tenemos, también, nuestra razón y nuestra imaginación para tratar de hacer encajar las piezas del rompecabezas. Lo que no tenemos, ni tendremos jamás, es la certeza de haber acertado. Un temor acecha en lo más profundo del corazón (1) de los historiadores: el de no ser más que seres ridículos, entregados al tejido de ficciones inverosímiles que provocarían la carcajada de sus supuestos protagonistas. Una suerte de tristes mónadas de Leibniz, encerradas en sí mismas e incapaces de comunicarse entre sí, con su entorno o con su pretendido objeto de estudio más allá del mero nivel de las apariencias. Uno cree oír ecos de su hipotético lamento en uno de los poemas que la japonesa Yosano Akiko redactó en torno al año 1919 inspirándose en el ambiente del Genji monogatari (una espléndida obra literaria redactada en torno al año 1000 por su compatriota Murasaki Shikibu, y que bien merecería una entrada propia en este blog):
Día y noche poseída de un corazón aún ardiente con el anhelo de los tiempos pasados,
al final también este mundo no es sino un puente flotante de sueños
Yosano Akiko (1878-1942)
Fuente: Wikimedia
¿Qué nos queda, pues, llegados a este punto, del viejo y noble oficio de historiador? Abandonadas todas las certezas, expuestas todas las incertidumbres, ¿cabe algo más que el cinismo, la derrota o la desesperación? Por supuesto. Volvamos a la imagen del niño con los juguetes rotos: observemos atentamente cómo frunce el ceño, ríe, ensaya, prueba una y mil veces y no renuncia a su empeño de dotar de sentido a lo que tiene entre sus manos, a condición de que el proceso siga siendo para él fuente de diversión. Quizá precisamente ahí resida el secreto del oficio: la necesidad de conservar la ilusión, la fuerza imaginativa y la voluntad creadora. Más aún, si asumimos la lección de Oliveros, Fingolfin o Beowulf y admitimos que la verdadera épica se alcanza cuando persistimos en una batalla que sabemos ya perdida, podríamos decir que el empeño del historiador tiene incluso mucho de épico. Como el protagonista de la novela Solaris, puede permitirse jugar con un océano que sabe incomprensible mientras reconoce su propia perplejidad:
Yo no tenía ninguna esperanza, y sin embargo vivía de esperanzas (…). No sabía qué descubrimientos, qué burlas, qué torturas me aguardaban aún. No sabía nada, y me empecinaba en creer que el tiempo de los milagros crueles aún no había terminado.
Stanislaw Lem, Solaris (Ediciones Minotauro, Barcelona, 1988, p. 172)
Al acabar aquí, alguien podrá recriminarme: “partes de una pregunta y concluyes dejando abiertos aún más interrogantes”. Pero, por qué no, quizá en eso consista el verdadero oficio del historiador, esa curiosa mónada inoportuna.
(1) “Les formó lengua, ojos, oídos, y un corazón para pensar” (Eclesiástico, 17:6)
Para saber más:
– Un ensayo: Albert Camus, El mito de Sísifo (original francés de 1942). Una reflexión existencialista sobre el papel del hombre en un mundo incomprensible y ajeno.
– Una colección de relatos: Stanislaw Lem, Diarios de las estrellas (los cuentos fueron originalmente publicados en polaco entre los años 1957-1971). De la mano del astronauta Ijon Tichy, el lector recorre mil y un mundos que sirven al autor para plantear con un humor no siempre exento de frialdad las cuestiones más inquietantes a las que todo investigador debe hacer frente: los límites del conocimiento, la posibilidad de comunicación, el extrañamiento frente a las propias convicciones, la relación con el objeto de estudio…
– Una canción: “A Million Miles Away”, de Rory Gallagher. Una estupenda descripción de lo que significa el extrañamiento, que podéis escuchar aquí (en la versión del Irish Tour del ’74, por supuesto).
[…] Ni el pasado importa porque sea maestro de vida ni el Universo conspira a nuestro favor. El oficio del historiador es otra cosa aunque, eso sí, volver la vista al pasado sin apasionamiento nos permite ver cómo se han […]