La Edad Media impertinente y los niños de París

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Raúl

Oviedo, 1985. Escombrador de ruinas.

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(Entrada publicada originalmente el 29 de abril de 2015)

Una de las formas más primarias de definir la propia identidad es hacerlo por oposición. El gran relato de la Modernidad, del que seguimos siendo deudores, forjó su identidad a partir de dos enormes Otros. Sobre el espacio, consolidó el ya antiguo mito del Oriente, un lugar a la vez exótico y salvaje, opulento y temible, refinado y cruel. Un Oriente que iba creciendo conforme avanzaba la exploración europea del orbe, pues los tópicos y leyendas orientales, que en origen se referían sobre todo a Oriente Próximo y el mundo árabe, se iban aplicando a los nuevos territorios descubiertos (o redescubiertos): el África negra, América, la India, China, Japón, los Mares del Sur… Allí parecían hacerse realidad todas las fantasías occidentales, desde la nostalgia por la inocencia perdida (1) hasta el anhelo de una sexualidad desinhibida, desde las más perfectas utopías políticas hasta los despotismos más despiadados. Se diría que cualquier ensoñación, delirio o aberración tenía cabida en “Oriente”, a condición de que sirviese para manifestar la distancia que nos separaba de unas gentes que, mejores o peores, angélicas o demoníacas, desde luego no eran como nosotros.

Ingres, El baño turco (1862)

Fuente: Wikimedia

Pero el discurso de la Modernidad concibió un Gran Otro también en el plano temporal: imaginó nada menos que la existencia de lo que dio en llamar Edad Media, un largo, tenebroso y estéril “tiempo de en medio” situado entre dos eras luminosas: la Antigüedad grecolatina y el Renacimiento europeo. Sobre ese Medioevo se proyectaron las sombras invertidas de los valores de progreso, ilustración y racionalismo que teóricamente definían a la Modernidad, y la época medieval quedó así marcada como un período caracterizado por la barbarie, el oscurantismo y la superstición. Convertida de este modo en la fase más exótica de la historia de Occidente, en adelante incluso quienes vean la Edad Media con ojos positivos, como los románticos, lo harán porque creen encontrar en ella la antítesis del mundo moderno: un encantador mundo de valores caballerescos, ardor guerrero y religiosidad sincera en el que el Honor y la Virtud aún no han sido aniquilados por el egoísmo y la avaricia. Tal y como les ocurría a los habitantes del Oriente legendario, las gentes “medievales” son objeto de denuesto o de alabanza precisamente porque se ve en ellas a nuestros contrarios.

 

Waterhouse, Lamia (1905)

Fuente: Wikimedia

Como sabe cualquiera que haya leído a Tolkien o a Hesíodo, los mitos pueden ser fuerzas hermosas, dinámicas, poderosas. Yo me atrevería a decir que el problema con la imagen tópica que se ha forjado en torno a la Edad Media no es que sea un mito, es que es un mal mito. Un pobre escenario de cartón-piedra en el que colocamos viejas marionetas desvencijadas, condenadas a repetir una y otra vez las mismas escenas: en primer plano, una dama suspirante contempla el combate entre dos esforzados caballeros; no lejos de allí, uno de tantos tiránicos señores feudales impone su derecho de pernada, mientras que al fondo un fanático inquisidor se deleita viendo arder a una bruja…

Por suerte, la Edad Media fue otra cosa: una época no menos compleja que cualquier otra, y desde luego no menos que la nuestra. Un mundo fascinante en el que no es difícil reconocer el desarrollo de muchas realidades que aún condicionan nuestro presente, desde las lenguas hasta los Parlamentos, pasando por las Universidades o los municipios; pero que también en ocasiones nos resulta terriblemente ajeno, sorprendente, chocante. Y es que el gran relato de la Modernidad nos ha preparado muy mal para comprender la realidad medieval. Tanto, que podríamos hablar de una Edad Media impertinente, según la primera acepción de este vocablo que recoge el diccionario de la Real Academia Española:

Impertinente

Fuente: RAE

Podrían ponerse muchos ejemplos, pero escogeré tan sólo una de esas “impertinencias” medievales, de esas cosas que se supone que no deberían estar ahí. La tomo de una deliciosa crónica francesa de la primera mitad del siglo XV, en la que un parisino anónimo (probablemente un clérigo vinculado a la Universidad) recogió diversos acontecimientos que tuvieron lugar en la capital y el reino de Francia en plena Guerra de los Cien Años: es el llamado Journal d’un bourgeois de Paris («Diario de un burgués de París»).

 

Se trata de una fuente histórica ya de por sí bastante impertinente, porque contradice no pocos lugares comunes acerca de cómo “se supone” que tendría que pensar un parisino del siglo XV, y eso la convierte en un testimonio molesto e inoportuno. Pero no trataré de eso ahora (si alguien estuviese interesado, puede consultar aquí unas páginas que le dediqué al asunto hace tiempo). Sólo quiero rescatar una de esas pequeñas joyas inesperadas que atesoran las narraciones del pasado, aportándonos una información que uno jamás creería posible recuperar: en una anotación del año 1414, el anónimo cronista recoge la estrofa de una cancioncilla infantil. Y bien, ¿qué cantaban los niños de París en el siglo XV? Probablemente nada de lo que los lectores puedan estar imaginando:

En icelui temps, chantaient les petits enfants au soir, en allant au vin ou à la moutarde, tous communément:

Votre con a la toux, commère,

Votre con a la toux, la toux

(Journal d’un bourgeois de Paris, §92) (2)

 

Lo que, traducido al román paladino, vendría a decir:

 

En aquel tiempo, los niños pequeños cantaban por la tarde, cuando iban a por el vino o la mostaza, todos juntos:

Vuestro coño tiene tos, comadre,

Vuestro coño tiene tos, tiene tos.

¿Sorprendidos? Desde luego, no es lo que nuestros tópicos y lugares comunes nos enseñan a esperar de la Edad Media. Y no es tampoco lo que nuestro “sentido común” y nuestra mentalidad actual nos enseñan a esperar de la infancia. Pero es que, por extraño que parezca, el “sentido común” (es decir, ese curioso eufemismo para nuestro cóctel personal de prejuicios y ombliguismo) es uno de los mayores enemigos de todo aquel que quiera comprender las sociedades del pasado. Precisamente por eso cobra tanto valor la noción de una Edad Media impertinente: si intentamos entenderla desde dentro, más allá del apolillado teatro de marionetas, podemos descubrir muchas cosas molestas e inoportunas que pongan en cuestión las supuestas certezas sobre las que se asienta nuestra visión del mundo. Ya ocurrió con el Oriente mítico: a partir de la segunda mitad del siglo XX, con los procesos de descolonización que pusieron fin a los Imperios coloniales, se desarrolló una corriente de investigación conocida como “estudios postcoloniales”, la cual ha venido desmontando las visiones legendarias que Occidente construyó acerca de otras culturas, y con ello ha abierto nuevas vías para la comprensión de nuestra propia civilización. Quién sabe cuánto podremos aprender si estamos también dispuestos a desmontar el discurso del Gran Otro que la Modernidad construyó en el terreno histórico: acompañemos a los niños de París, dejemos que nos lleven de la mano mientras nos enseñan sus canciones soeces, y atrevámonos a descolonizar la Edad Media.

(1) Nostalgia reflejada en el “mito del buen salvaje”, quizá la más poderosa de estas fantasías orientalizantes, que recorre la civilización occidental a lo largo de los siglos, desde las Indias de Colón hasta las pinturas polinesias de Gauguin, desde la Samoa de Margaret Mead hasta ciertas corrientes del ecologismo contemporáneo.

(2) Tomo el texto de la edición de Colette Beaune, Journal d’un bourgeois de Paris de 1405 à 1449, Paris, Le Livre de Poche, 1990, pp. 73-74, donde, por cierto, el texto es censurado y la palabra “malsonante” viene transcrita como “c.n”. Un indicio más de lo inexacta que puede ser la idea adquirida (y sin duda fuera de lugar para cualquiera que conozca los textos medievales) acerca de una mayor “cerrazón mental” o “mojigatería” de las gentes de la Edad Media con respecto a nuestra época.

 

Para saber más:

– Un libro: Jehan de Mandeville, Libro de las Maravillas del Mundo (1356). Deliciosa narración medieval de un libresco viaje al Oriente, que influyó en gentes tan dispares como Cristóbal Colón o el molinero Menocchio de El queso y los gusanos, en la que llega a afirmarse que no se debe despreciar a ningún pueblo de la Tierra por el hecho de tener una religión distinta. La editorial Siruela sacó al mercado hace años una hermosa edición ilustrada, que incluye también el relato de los viajes de San Barandán, por Benedeit.

– Una películaEl león en invierno (versiones de 1968  y de 2003). Basada en la obra de teatro homónima, se ambienta en el año 1183 para mostrarnos la tragicomedia familiar de Enrique II de Inglaterra, su mujer Leonor de Aquitania y sus hijos Ricardo Corazón de León, Godofredo de Bretaña y Juan Sin Tierra. Es una irónica demostración de cuál es el resultado de dotar a personajes medievales de  las emociones propias de nuestra mentalidad actual: una familia de monstruos disfuncionales. Impagable la escena en la que Leonor exclama: “¡Claro que tiene un cuchillo, siempre tiene un cuchillo, todos tenemos cuchillos! ¡Es 1183 y somos unos bárbaros!”.

– Una canción: la Cantata del Adelantado don Rodrigo Díaz de Carreras, del grupo argentino Les Luthiers. Un paseo por las músicas americanas mientras se nos narra la desdichada historia del Adelantado, que llegó al Nuevo Mundo un año antes que Colón.

Raúl

Oviedo, 1985. Escombrador de ruinas.
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