Oliver Vergés Pons
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La mayoría de lectores mínimamente versados en el campo de la historia seguramente ya saben que los siglos que reciben el nombre de “Edad Media” no fueron ni tan oscuros ni tan negativos como se creía hace unos años. Con todo, los mitos que circulan sobre estas centurias aún son muchos y están profundamente arraigados en el imaginario de gran cantidad de gente. Son muchas las personas que piensan, por ejemplo, que los hombres y las mujeres de la Edad Media eran unos bárbaros incivilizados que estaban continuamente matándose unos a otros y que vivían en un mundo de violencia permanente. Lo más curioso de todo es que nunca en la historia ha muerto tanta gente por culpa de la violencia como en el siglo XX –un siglo en que murieron unos cien millones de personas– y nadie considera que sus padres, abuelos o bisabuelos sean unos incivilizados. Con esto, tampoco queremos decir que el mundo medieval fuese perfecto, un paraíso terrenal, pero sí que creemos que debemos entender el contexto de cada momento, conocer realmente de qué realidad estamos hablando y huir de mitos que no hacen más que perjudicar nuestro conocimiento del pasado.
En este sentido, hoy queremos acercarnos a la realidad de la frontera entre cristianos y musulmanes del año mil en el territorio catalán y, en especial, al limes del condado de Urgell y del califato de Córdoba. A menudo, la frontera medieval se ha imaginado como una línea clara que separaba dos mundos –de espaldas uno de otro–, que solo entraban en contacto para guerrear. Lo cierto es, sin embargo, que el espacio de frontera era mucho más complejo de lo que puede parecer a primera vista. Lo primero que debemos hacer es quitarnos de la cabeza dos ideas sobre la frontera del año mil que son totalmente falsas. Aunque así nos la imaginemos, la frontera no era un espacio de guerra continua. Era, en todo caso, un espacio que, a veces, veía pasar ejércitos de sur a norte y de norte a sur para hacer incursiones en el territorio enemigo, pero no era un territorio de guerra de trinchera en que unos y otros defendían día sí día también cada uno de los palmos de su soberanía. A parte, la frontera no era un espacio bien delimitado, un corte limpio entre dos poderes, sino más bien un terreno difuso y relativamente ancho en que se podía encontrar desde guarniciones militares en fortificaciones hasta familias campesinas que trabajaban una tierra de nadie pasando por comerciantes y viajeros que iban de un territorio a otro por motivos de los más diversos.
Para las élites catalanas del año mil, disponer de una frontera representaba la posibilidad de enriquecerse a través de la conquista de nuevos espacios, de conseguir nuevas tierras de las cuales obtener rentas, de la toma de botín en las incursiones al territorio enemigo, de ser contratado como mercenario en los conflictos internos del mundo musulmán o, más adelante, de cobrar parias a cambio de no atacar posiciones enemigas. No es extraño, pues, que el conde Ermengol I y el obispo Sal·la de Urgell, señores de un territorio fronterizo, sean considerados dos de los gobernantes más ricos de los condados catalanes del año mil por la gran cantidad de bienes que figuraban en sus respectivos testamentos. Entre otros bienes, en el año 1007, el conde Ermengol estaba en posesión de una silla de plata, un freno de plata, una espada con oro, una vaina o funda de oro, unas espuelas de plata y un total de 395 onzas de oro.
Es cierto que a finales del siglo X el califato de Córdoba representa la riqueza, la opulencia y el lujo, pero también era un mundo que presentaba un elevado nivel cultural gracias a la posesión de obras científicas y literarias del mundo grecolatino que en el Occidente europeo habían desaparecido. La leyenda dice que el califa al-Hakam II tenía una biblioteca con más de medio millón de volúmenes. Aunque es difícil dar por buena esta cifra, lo cierto es que las bibliotecas de Córdoba estaban mucho mejor provistas que las de los condados catalanes y las del resto del continente. Con todo, gracias al papel de nexo que realizaba la frontera, al mundo catalán del año mil empezaron a llegar y a ser traducidas estas obras, cosa que repercutió muy positivamente en el nivel cultural del país. Cuando en Europa aún se desconocían o ya no se recordaba la existencia de estas obras, en Urgell ya se leía a Virgilio y en Ripoll ya había una biblioteca bien provista de libros científicos. Este hecho va a ser decisivo para que Gerberto de Aurillac, que acabaría convirtiéndose en papa con el nombre de Silvestre II, viniese a tierras catalanas con la intención de estudiar unas materias que solo podían ser estudiadas aquí.
La frontera, por otra parte, también actuaba de puerta de entrada a la Europa occidental de muchos objetos de factura islámica, objetos que rápidamente se convirtieron en bienes de lujo deseados por las élites catalanas y, al cabo de poco tiempo, también por las del resto de Europa. A partir del año mil empezamos a encontrar objetos de lo más curiosos que serán atesorados y situados en un lugar destacado de los hogares de la incipiente nobleza de los condados catalanes. De entre todos estos objetos, uno de los más significativos que se pueden documentar es un ajedrez. Como advirtió Martí de Riquer en su momento, el conde Ermengol I de Urgell fue seguramente el primer cristiano que poseyó uno. De hecho, Urgell se convirtió en la entrada a Europa del juego del ajedrez ya que de las cinco referencias de este juego documentadas en tierras catalanas, cuatro son de este territorio. Años después, incluso, los condes de Urgell convirtieron el tablero de ajedrez en el símbolo heráldico que figuraba en su escudo de armas, hecho que podría responder al interés que este juego despertó en este condado.
Vistos estos ejemplos, ¿podemos definir la frontera entre cristianos y musulmanes del año mil simplemente diciendo que era un territorio hostil, un campo de batalla? ¿Podemos seguir imaginándonos el espacio que separaba las dos soberanías como una tierra donde solo servía la espada? La historia nos demuestra que no, que la frontera era una tierra de encuentro entre dos culturas: la cristiana y la musulmana. De encuentros militares a veces, ciertamente, pero también de encuentros que sirvieron a los cristianos para nutrir sus bibliotecas o para conocer realidades diferentes a través de objetos exóticos, de tejidos fabricados a centenares o miles de kilómetros y de juegos como el ajedrez, que hizo las delicias de la nobleza de los condados catalanes y de la Europa del año mil y de los siglos medievales.
Artículo publicado originalmente en el portal digital de historia El Principat el 26.07.2014
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