Los orígenes medievales del monasterio de Montserrat

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Daniel González Palma

Sabadell, 1987. Historiador por la Universidad Autónoma de Barcelona y Máster por la Universidad de Lleida. Atrapado entre el s. XI y el s. XII, mis estudios y lecturas se centran en las Cruzadas y las Órdenes Militares.

Todo el mundo alguna vez ha oído hablar de la montaña de Montserrat por su accidentada y particular orografía, por el monasterio que reside en su falda o por la virgen negra que aguarda en la vitrina ante los fieles. Incluso de oídas, su historia está llena de interrogantes en el relato oficial o en el mismísimo folklore. Alguna vez oímos que un individuo con un tambor en mano, espantó a los franceses durante la Guerra del Francés; que Guillermo von Humbolt, en una inspiración romántica, visitó y se enamoró de la espiritualidad de la montaña para que después su amigo Goethe, tras leer sus notas dijera aquellas dulces palabras: “el ser humano solo puede encontrar paz y felicidad en su propio Montserrat”; o que Richard Wagner situara en su Parcival la montaña de Montserrat como el lugar del Grial, o qué decir de Heinrich Himmler que junto a oficiales de las SS hicieron una injustificada visita al monasterio de la montaña dejando para la posterioridad todo tipo hipótesis y conjeturas. De una forma u otra, por el relato que nos brinda el pasado o nuestro entorno, la montaña de Montserrat ha creado un sentimiento difícil de especificar. Solo queda mirar, observar y experimentar la magnificencia de su colosal contorno, para entender que esas mismas emociones calaron a nuestros antepasados como un arquetipo maternal en la forma más simbólica de la naturaleza.

Ya fuese por la particular forma de la montaña, su ubicación o el simbolismo de las emociones en las gentes del medievo, Montserrat aparece en fechas muy tempranas en la documentación medieval. La primera referencia documental es la donación de Guifré el Pilós (Guifredo el Belloso) al monasterio de Ripoll de la capilla Santa María de Montserrat entre los años 880-888. Dado que esta capilla no fue una fundación por parte de la empresa reorganizadora del conde de Barcelona y tampoco del siglo IX, se hace muy difícil precisar su fundación la cual queda abierta en un gran lapso de tiempo entre los siglos VI-IX. Un documento de especial relevancia para hacernos una idea de la presencia cristiana en la montaña es el correspondiente al 20 de abril del año 888. Guifré el Pilós libró a su hijo Ranulfo para que este tomase los hábitos benedictinos en el enclave de Montserrat y mediante una lista de posesiones que otorga a su hijo, dice textualmente: “Et in alio loco in ipsa Marcha, locum quem nominant Monte Serrado, ecclesias que sunt in cacumine ipsius Montis vel ad inferiora eius, cum ipso alode”. Lo que viene a decir es que cedió un alodio a Montserrat pero que efectivamente, ya había varias iglesias en diferentes zonas de la montaña. La precisión de los nombres y ubicación de tales iglesias, no es observada hasta un documento del año 933 donde el conde Sunyer, reproduciendo los honores que hizo años antes el conde Guifré, especificó que esas ecclesiae son Santa María, Sant Iscle, Sant Pere i Sant Martí. Incluso unos años después, el emperador Lotario, a petición del abad Seniofred del monasterio de Ripoll, confirmaba en el año 982 que las posesiones del monasterio incluían las cuatro ecclesiae mencionadas anteriormente pero incluyendo iglesias que se encontraban tanto en la parte baja y parte alta de la montaña; por tanto, no es de extrañar que más allá de las iglesias referenciales, hubiesen pequeñas ermitas o capillas frecuentadas por peregrinos, ermitaños o gentes del lugar en las caras opuestas de Montserrat alejadas del cordón Ripoll-Barcelona.

Para hacernos una idea de la percepción especial que era para las gentes del medievo Montserrat, hemos de observar un documento que tiene para nuestra sorpresa un objetivo contemplativo y espiritual. Se trata de un documento del año 945 donde un abad llamado Cesari y cuatro monjes llamados Graciós, Guifré, Nampó y Zamenon, se comprometen a abandonar el mundo y librarse todos ellos a la observancia contemplativa. Con ello, se comprometieron al Señor y marcharon específicamente a Montserrat situándose en una casa que hoy en día conocemos como el monasterio de Santa Cecilia. Con la acción de estos cuatro señores y nada menos que a finales del siglo X, observamos que la montaña de Montserrat ya significaba para sus coetáneos un lugar digno para la contemplación, la reflexión y el aislamiento. Para poder hablar de habitantes y en definitiva de monjes, hemos de prestar atención a dos documentos del siglo XI, especialmente en 1025 y 1027. El primero de ellos es una donación ad Domum Sanctae Mariae, haciendo referencia a los habitantes que vivían allí, y el segundo, es una donación de una viña en el término de Esparraguera emitida por Guillem de Castellvell ad Domum Sanctae Mariae Coenobii qui est sita in Monte Serrad. Por las sucesivas donaciones que enmarcan la década 1025-1035, se da por hecho que la constitución del monasterio de Santa María quedaba definitivamente vinculada al monasterio y sede de Ripoll y bajo la organización de la regla de San Benito. No será hasta principios del siglo XIV cuando el monasterio de Montserrat acabó emancipándose de Ripoll. La cuestión fue que dos candidaturas enfrentadas al cargo de prior ocasionaron la división. Bonifacio VIII apostó por un capellán de Montserrat y el monasterio de Ripoll apostó por un monje de su distrito, y claro, solo faltaron los postres. Finalmente, y con la implicación del obispo de Lleida, se impuso la candidatura del Papa y se puso fin a los derechos y lazos que tenía Ripoll en Montserrat desde el siglo IX.

Otro de los elementos clave y que adorna el aura misteriosa de Montserrat es por supuesto la virgen negra que decora la parte superior del altar de la basílica. Aunque la figura ha protagonizado numerosos capítulos de programas de misterio, en realidad, su origen y el motivo de su color se conocen perfectamente. La imagen es un bellísimo ejemplar de arte románico hecho de madera tallada entre finales del siglo XII y principios del siglo XIII. En base a varios testimonios documentales a partir del siglo XIV, se sabe que la madera en la que fue tallada la madre de Dios no era negra en origen. El fenómeno es que con el paso de las décadas, el rostro de la virgen y del niño que sostiene en sus brazos fue ennegreciéndose a causa de los centenares de cirios que se han encendido y han iluminado la basílica desde hace siglos, oscureciendo el material hasta lograr un negro tizón. Otra hipótesis que se baraja y menos aceptada, es la utilización del barniz para el mantenimiento de la figura ocasionando una reacción química en la madera. Sea como sea, este tipo de reacciones han ocasionado que a la famosísima virgen se le llame La Moreneta y tenga una atención espiritual mucho más amplia y específica que otras figuras que decoran miles de iglesias y templos en todo el mundo.

 

Daniel González Palma

Sabadell, 1987. Historiador por la Universidad Autónoma de Barcelona y Máster por la Universidad de Lleida. Atrapado entre el s. XI y el s. XII, mis estudios y lecturas se centran en las Cruzadas y las Órdenes Militares.
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