Daniel González Palma
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La Guerra Fría fue el conflicto que enfrentó a dos bloques políticos antagónicos (EE.UU y la URSS) bajo una masiva virulencia oral sustentada en una recurrente visión catastrofista de la guerra. Los frentes no fueron estáticos al superarse la concepción de la guerra tradicional que años atrás destruyó Europa, y con la globalización de los intereses geo-estratégicos y político-económicos de cada bloque, se instauró un nuevo período caracterizado por la carrera armamentística, la guerra atómica y la amenaza continua de destrucción inminente. Desde la explosión nuclear de Nagasaki e Hiroshima, la mayoría de potencias occidentales desarrollaron la bomba atómica en la década de los 60 pero, ¿qué diríais de la España franquista? ¿qué papel jugó en la Guerra Fría? Pese al aislacionismo internacional por parte de la comunidad “democrática” europea, algunos países sirvieron de enclaves estratégicos de primer orden para el desarrollo de operaciones exteriores del bloque capitalista, pero también, estos lugares fueron señalados como objetivos militares por parte del bloque soviético a causa de su condición de estacionamiento nuclear.
El 17 de enero de 1966 dos aeronaves de tipo B-52 y KC-135 colisionaron en el cielo de una pequeña localidad de Almería mientras realizaban maniobras de abastecimiento aéreo. El siniestro provocó la muerte en el acto de todos los tripulantes del avión cisterna, mientras que cuatro de los siete tripulantes del bombardero B-52 consiguieron con éxito saltar en paracaídas y esquivar la muerte. A las siete de la mañana, hora de Washington, llegó un aviso telefónico a los secretarios de Estado y de Defensa, Dean Rusk y Robert McNamara, informando del accidente y con el mensaje “Broken Arrow” (flecha rota): armas nucleares desaparecidas y posible riesgo de radiactividad en la zona. En el siniestro aéreo se vieron involucradas cuatro bombas termonucleares del tipo B-28 o Mark 28 con una carga destructiva de 1.5 megatones: aproximadamente 75 veces superior a las bombas que estallaron en Japón en 1945.
Los habitantes del pueblo de Palomares, como Miguel Castro Navarro entre otros lugareños, contemplaron una tremenda explosión en el cielo seguida de una lluvia roja y negra. La primera autoridad en personarse en los varios lugares del accidente fue la Guardia Civil, donde comenzó una línea de comunicación directa con informes y mensajes confusos cada poco tiempo con la base aérea de Morón de la Frontera. Sin embargo, cuando la noticia fue recibida en la base de Torrejón de Ardoz, el general Delmar Wilson, jefe de la 16º fuerza aérea estadounidense en España, comunicó el incidente al Mando Estratégico Aéreo en Omaha, Nebraska (Strategic Air Command, SAC), desplegándose al equipo de Desastres Nucleares nº 16 que rápidamente voló hacia Palomares para valorar la situación. La tarea fue clara, se acordonó la zona con un anillo principal para que las autoridades estadounidenses pudieran recuperar los artefactos desaparecidos, y Muñoz Grandes, divisionario y en aquel año vicepresidente del gobierno, organizó un segundo anillo articulado por las autoridades españolas.
Como no podía de ser de otra forma, las noticias y los rumores comenzaron a correr como la pólvora entre los ciudadanos de Palomares y de Villaricos. Aunque las autoridades no habían dado detalles del siniestro, se supo de inmediato que había sido un accidente aéreo entre naves americanas. La presencia de las autoridades y de militares de rango hizo sospechar tanto a los ciudadanos de por allí como al New York Times o Radio Moscou, ya que 800 militares de tierra, 2.200 marineros, 130 submarinistas, 75 científicos, 148 vehículos militarizados, 34 barcos, 4 minisubmarinos y 1 recuperador de torpedos no pasaron desapercibidos en la árida tranquilidad de Palomares y Almería.
Durante la tarde del día del accidente se encontró la primera bomba. La halló la Guardia Civil a unos 270 metros de la playa. El paracaídas del artefacto estaba abierto y la bomba estaba intacta, los test de radioactividad dieron negativo. A la mañana siguiente se encontró la segunda bomba. Su hallazgo ya presentaba características distintas: un cráter de seis metros de diámetro y dos de profundidad. Evidentemente, el explosivo convencional había explotado liberando parte del plutonio interno, pero gracias a una conjunción astral o dios sabe que, la carga nuclear no explotó. La misma condición presentó el tercer artefacto, donde tras la fuga del plutonio y el uranio se detectó la presencia de partículas alfa.
La España franquista, que vivía de la euforia del llamado desarrollismo de los años 60’ y de un turismo en auge, trató de limitar el incidente a través de la mentira y la desinformación. Franco y su gobierno vendieron a los medíos de comunicación que nadie en el Estado Mayor ni en el gobierno sabían de las operaciones de los bombarderos americanos en cielo español y que el mando estadounidense debería responder públicamente ante aquello. Esta información pública por parte del Generalísimo ha sido desmentida por historiadores como Rafael Moreno Izquierdo, donde no solo con documentos demuestra la obviedad en la relación entre España y EE.UU. sino que el gobierno español fue informado por las autoridades americanas de que las bases nucleares de EE.UU. en suelo español eran objetivos permanentes del bloque soviético y que las mismas debían estar debidamente armadas con bombas nucleares para responder en caso de ataque.
Fueron los medios de comunicación internacionales los que comenzaron a informar sobre una posible radioactividad en la zona. Los medíos, a través de filtraciones, supieron que los bombarderos B-52 que sobrevolaban la zona estaban dotados de armas nucleares. El mando americano, ante los medios y especialmente ante los soviéticos, pusieron a disposición una información ambigua, imprecisa y poco esclarecedora. La táctica para desatomizar el asunto tanto por las autoridades españolas y americanas fue el conocido y siempre vergonzoso “sin comentarios”. Fue la respuesta gubernamental con la consigna clara de no contestar a los periodistas más agresivos, desviar la atención e incluso desacreditar a los profesionales de la información. Pero a pesar de la censura de los diarios y de la televisión española, los ciudadanos comenzaron a escuchar con gran inquietud la palabra “radioactividad” cuya presencia venía sonando en las radios extranjeras y en la prensa que filtraba la oposición clandestina. Tanto Fraga Iribarne como Angier B. Duke, coincidían en la sombra en que una política más transparente era más rentable a largo plazo para reafirmar la credibilidad política, sobre todo con todavía un artefacto nuclear desaparecido. El gobierno franquista estaba preocupado porque iba a comenzar la temporada veraniega y temían con gran desesperación la opción de que el accidente dañase por muchos años uno de los sectores más prometedores de la economía española. La localización de la cuarta bomba fue gracias al simpático testimonio de un tal Simó Orts, conocido posteriormente como “Paco el de la bomba” el cual aseguró desde el primer momento haber visto caer un artefacto en el lugar donde se halló después el explosivo. El cambio de talante de las autoridades respecto a la información se vio en el mismo instante cuando numerosos reporteros, unos cien, inmortalizaron con cámaras la recuperación de la bomba. El flamante baño de Manuel Fraga Iribarne y del embajador estadounidense fue el golpe de efecto que necesitaban las autoridades y el remate definitivo gracias al poder de la imagen. Tras quince minutos de paripé fotográfico y filmación, se decidió que aquello sería suficiente para lavar la imagen de la zona y de ambos gobiernos.
Aunque el accidente de Palomares no causó, que sepamos, la muerte de ningún ciudadano español, la zona almeriense quedó duramente estigmatizada por la resonancia radioactiva de la catástrofe. Además, la vida cotidiana de los pueblos circundantes quedó explícitamente alterada al impedir el acceso a sus casas y lugares de trabajo durante varias semanas. Sería evidente pensar que los ciudadanos de Palomares y Villaricos tuvieron acceso a indemnizaciones económicas por el daño material y moral, pero la realidad distó muy distinta a los hechos. La economía local se desplomó ante el recelo de los compradores de la zona y las pequeñas indemnizaciones llegaron gracias al coronel James Kilgore quién autorizó pagos de mil dólares a través de la administración americana. A todo esto, el régimen totalitario de Franco, que aspiraba a poder emplear un programa atómico propio, fue incapaz de planificar un departamento de evaluación de daños y de protección civil referente a la política nuclear ni antes del accidente ni después; tampoco se había elaborado un protocolo de actuación sobre las poblaciones civiles en caso de ataque nuclear soviético o accidente con armas nucleares, sin entrar como hemos visto, en el conocimiento por parte de la sociedad del continuo tráfico de armas nucleares en cielo español ni en la presencia de dichas armas en las bases militares americanas. Hoy, 52 años después lo contamos como una anécdota histórica, pero amigos, nos fue de un pelo.
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