¿Por qué Sócrates te debería caer mal y no lo hace?

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Ripollet, 1983. Doctor en Historia Medieval por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente centrado en las relaciones ciudad - Corte, las élites urbanas bajomedievales de Barcelona y las expediciones navales en el Mediterráneo. Y ya en la vida real, dedicado a la divulgación.

Si hay una cosa que todo el mundo que haya pasado por Filosofía en el Bachillerato tiene más o menos claro es que Sócrates era un tío cojonudo y que Platón, aunque algo cansino con la espeleología, también se hacía querer. Ya sabéis, los Padres de la Filosofía, los verdaderos pensadores, los educadores de la juventud… Pues lo siento, pero siempre me han caído como el puto culo. Perdonad la expresión, pero es que ya está bien. Ganaríamos mucho como sociedad si los viéramos sin la máscara que la cultura romana primero, y el Humanismo después, tejieron para ellos.

De Sócrates se ha dicho tanto, y desde tantos puntos de vista, que el personaje histórico hace mucho que ha dejado de tener entidad. Ya Platón, al convertirlo en la piedra angular sobre la que reposaban sus diálogos, ejerce de intérprete interesado entre Sócrates y la posteridad y nos crea la primera de las pantallas que ocultan al personaje. No será el único; en el polo opuesto, Aristófanes no dudará en hacer a nuestro querido filósofo blanco de sus burlas. ¿Qué podemos saber de cierto en todo este escenario? ¿De aquello que Sócrates hizo y dijo?

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Busto de Sócrates. de factura romana. Siglo I dC

Reconozcámoslo. Si Sócrates ha pasado a la Historia es por su amargo final. El filósofo que decide beber la cicuta antes que aceptar las acusaciones de sus enemigos. Muy bonito. Pero, ¿nos hemos parado a pensar alguna vez cuales eran las acusaciones que se plantearon contra Sócrates? ¿De dónde nacía la animadversión que sus conciudadanos le tenían? Sí, lo sé. El sabio entre los necios, el filósofo asesinado por la Democracia, el populacho que no sabe lo que quiere y todo eso… Pero esto no es OK Diario y aquí venimos a otra cosa, no a devorar titulares amarillentos.

Y es que el juicio contra Sócrates no fue un juicio moral (por aquello de «pervertir a la juventud») sino un juicio político. Aunque Sócrates repitiera una y otra vez en su defensa aquello de haga usted como yo y no se meta en política lo cierto es que actuaba de manera muy activa en la vida política de Atenas. No lo hacía, y ahí el sentido de su frase, participando en la asamblea o tomando parte en las instituciones democráticas de la ciudad. Eso, como buen oligarca imbuido de un exquisito racismo de clase, lo dejaba para el demos (traduciendo muy macarrónicamente, «el pueblo», aunque para Sócrates más bien sería «el populacho»), esa masa de descerebrados manipulables que se empeñaban en querer intervenir en las decisiones de la ciudad.

Sólo hay que oírle decir – como hizo en su primer discurso ante el tribunal que lo condenó –  que «Ahora bien, quizá parezca insólito el que yo ande por aquí y allá y me mezcle en muchas cosas dando consejos en privado, mientras en público no me atrevo a hacer frente a la multitud de ustedes, dando consejos a la ciudad. […] Porque no existe hombre que sobreviva si se opone sinceramente sea a ustedes, sea a cualquier otra muchedumbre, y trate de impedir que llegue a haber en la ciudad mucha injusticia e ilegalidad, sino que, para quien ha de combatir realmente por lo justo, es necesario, si quiere sobrevivir un breve tiempo, actuar privadamente, pero renunciando a hacer vida política«. Tal como leéis. Sólo él era justo y honesto. Las decisiones de la asamblea, esa muchedumbre, favorecían la injusticia y la ilegalidad en la ciudad. Os debe sonar, eso del peligro de dejar opinar a todo el mundo…

Y ahí justo está la raíz del problema. Cuando pensamos en Sócrates, en Platón o en Aristóteles se nos olvida que forman parte del sector más rancio, oligárquico, conservador y clasista de una Atenas que, en buena medida, incluso en los sectores favorables al sistema democrático ya es lo suficientemente rancia, oligárquica, conservadora y clasista para nuestro gusto.  Como muestra, algunos botones.

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La muerte de Sócrates – Jacques-Louis David (1787)

 

Platón, el alumno aventajado y biógrafo autorizado de Sócrates, siempre destacó por su odio visceral a todo lo que oliera a sistema democrático. De entrada, negaba que existiera, repitiendo aquello de que, en el fondo «la democracia es una aristocracia con el apoyo de la mayoría» para luego decir que era la antesala de las tiranías y de los populismos. Sí, lo habéis adivinado, Platón hubiera sido muy feliz si hubiera podido gritar «¡¡Venezuela!!». Para él, el gobierno del pueblo era la señal de la máxima degeneración de la vida política de la ciudad ya que era «cuando los esclavos y las esclavas son tan libres como sus amos, y cuando hay igualdad y libertad entre hombres y mujeres«, cosa que era la mayor de las obscenidades imaginable. Platón, de hecho, creía que la democracia nacía siempre con un acto fundacional de violencia que la inhabilitaba como forma de gobierno. La democracia es -según Platón – «cuando los pobres obtienen la victoria y a los del otro bando a unos los matan, a otros los obligan a exiliarse, y al resto los hacen partícipes en igualdad de condiciones del gobierno de la ciudad y de los cargos, que por lo general en este sistema político son por sorteo«. La igualdad de condiciones como algo equiparable a la muerte o al destierro. Muy revelador.

Esbozado este panorama, volvamos a Sócrates y lo que sabemos de él. El método socrático, ese innovador modelo educativo por el cual el maestro es la autoridad máxima de la que emana toda la sabiduría. Sí, enmascarado en un «yo sólo hago las preguntas y tú buscas las respuestas en tu interior, joven padawan» pero en el fondo producto de una forma elitista de entender el conocimiento. Y desde luego, nada de educación para todos… la educación, para Sócrates y su camarilla, es un gesto de clase. De hecho, como Aristóteles se encargaba de repetir de vez en cuando, era inadmisible que el Estado interviniera en asuntos como la educación. Cualquier intento de afianzar una educación pública, por ejemplo, era visto como un ataque a la alta cultura y un refuerzo del peso cada vez mayor del demos. La educación para quien tenga tiempo para ella y no tenga que trabajar, porque como ya sabéis, nuestros queridos filósofos diletantes educaban dando bucólicos paseos por sus jardines privados, en villas alejadas de la ciudad donde los artesanos, los pescaderos y las charcuteras no molestaran. Y Sócrates, también lo sabéis, estaba en contra de escribir sus reflexiones y conocimientos, que se transmitían únicamente por vía oral, de maestro a discípulo. Porque claro, si se pusieran por escrito los podría leer cualquiera, y «cualquiera» para Sócrates significaba gente que no tenía derecho a tener una educación de calidad. ¿A que ya no os hace tanta gracia ese elitismo? Pues ahora pensad en los sofistas, esos filósofos cabrones a los que demonizaban nuestros libros de Bachillerato…

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La Escuela de Atenas – Rafael (1510-1511)

 

Los sofistas, para Sócrates, Platón, Aristóteles y los suyos, eran lo peor de lo peor; el signo de la decadencia de los tiempos. Los responsables de la vulgarización de la cultura. ¡Eran gentes que cobraban por su trabajo! ¿Cómo era eso posible? Convertir la cultura, esa prerrogativa exclusiva de las clases altas, en algo que la gente humilde pudiera consumir. Una de las grandes críticas que se hacía desde la oligarquía tradicionalista a los sofistas era que, mediante pago, preparaban discursos ante los tribunales. Maldito mundo aquél en el que un hijo de carretero podía defenderse en un juicio en igualdad de condiciones que el hijo de un terrateniente, el único para quien estaba permitido obtener una educación adecuada que le permitiera expresarse en público. Y no pensemos ya en los sofistas que ejercían de tutores y enseñaban a los hijos de aquellos que creían que la cultura era un motor social y, por tanto, no debía quedar únicamente en manos de la alta aristocracia de la ciudad.

Volvamos ahora al juicio de Sócrates, que nos está quedando una entrada demasiado larga. ¿De qué se le acusaba, a él, que no se metía en política y sólo paseaba por el campo rodeado de chiquillos? ¿Qué hay detrás de la acusación de corromper a los jóvenes? Pues ni más ni menos que de haber sido el responsable de educar a buena parte de los enemigos del sistema democrático. Todo aquel oligarca que en la Atenas de la época conspiraba contra (y a veces conseguía imponerse a) la democracia, como por ejemplo el general Alcibíades, o Critias (que además era tío de Platón) habían sido educados de manera privada por Sócrates. ¡He ahí la cuestión que se nos oculta en los relatos naif sobre Sócrates! Estamos ante un conspirador nato, un enemigo del pueblo y un educador de tiranos. No es nada casual que las mayores críticas al sistema democrático ateniense vinieran del ala de los pensadores socráticos, partidarios bien del cierre oligárquico en la ciudad, bien de, directamente, una tiranía ilustrada según los principios aristocrático-filosóficos.

Claro que el sistema democrático ateniense tuvo sus luces y sus sombras y en muchos aspectos adolecía de evidentes déficits. Ahora bien, las propuestas de los cachorros socráticos nunca avanzaron en el perfeccionamiento del sistema o en su apertura sino que siempre lo hicieron en el sentido de acortar las libertades y reducir el acceso a la cultura y a la política para que fueran accesibles sólo a los sectores más privilegiados.  De ahí, en parte, su éxito a lo largo de los siglos. La filosofía, por mucho que se nos diga, no ha sido un elemento democratizador a lo largo de la Historia. Ha sido, hasta no hace mucho, el gesto de una élite diletante que fruncía el ceño – como lo fruncen ahora incluso en sectores definidos como progresistas aquellos que miran con desprecio a los grupos sociales más humildes –  ante la cháchara de los pescaderos, el cotilleo de las amas de casa, la forma de vestir de los jóvenes trabajadores y ante tantos otros gestos diarios tras los cuales se esconde la clase más insidiosa de racismo social.

Quizás si enseñáramos eso a nuestros jóvenes en el Bachillerato en lugar de admirar a Sócrates y Platón ganaríamos algo como sociedad.

 


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Alberto Reche Ontillera

Ripollet, 1983. Doctor en Historia Medieval por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente centrado en las relaciones ciudad - Corte, las élites urbanas bajomedievales de Barcelona y las expediciones navales en el Mediterráneo. Y ya en la vida real, dedicado a la divulgación.
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