Jordi Morera
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Las comparaciones son odiosas. Sin duda, eso debe pensar George R. R. Martin, el autor de la popular saga Canción de Hielo y Fuego, cada vez que un titular le presenta como “el nuevo Tolkien”, o el “Tolkien americano”. Desde luego, ser comparado con J.R.R. Tolkien debería ser todo un halago para cualquier escritor dedicado a la literatura fantástica. La obra del profesor de Oxford lleva décadas dando la vuelta al mundo y se ha convertido en el máximo exponente de todo el género, el modelo a imitar, la vara de medir. Tolkien rompió barreras y levantó una gran casa señorial donde antes sólo había habido pequeñas parcelas aisladas, una casa a la sombra de la cual han proliferado imitaciones y derivaciones como si de aquellos hongos que tanto gustaban a sus hobbits se trataran. Tolkien es el máximo responsable de calcificar la fantasía en su estado actual. O mejor dicho, lo son aquellos autores que le siguieron y fueron incapaces de apartarse de su sombra. Ha hecho falta una generación completamente nueva de escritores para romper con los patrones heredados y dejar de intentar lo imposible: superar al maestro en su propio juego. Entre estos autores que se han aproximado a lo fantástico desde otros ángulos encontramos a Brandon Sanderson, Joe Abercrombie, y por supuesto, a George R. R. Martin.
A pesar de las dobles erres que ambos comparten, lo cierto es que los perfiles de Tolkien y Martin no tienen mucho en común. Tolkien era, por encima de todo, un erudito, apasionado por las lenguas y por la literatura de un pasado remoto. Se enroló voluntariamente en el ejército como la mayoría de jóvenes de su generación (si bien logró demorarlo hasta después de su graduación), y durante toda su vida fue un católico devoto y de carácter conservador. Martin, el hijo de un estibador de New Jersey, creció siendo un fan de los cómics Marvel y de la ciencia ficción de Burroughs y Asimov. Se licenció en periodismo, saltó al mundo de la escritura para televisión tras un sonado fracaso como novelista, y esquivó el reclutamiento para el servicio en Vietnam declarándose objetor de conciencia. Aunque educado en el catolicismo, no tardó en dejar de practicarlo, y políticamente siempre ha mostrado abiertamente su talante progresista y liberal como simpatizante del partido Demócrata. Sus trayectorias, pues, fueron marcadamente distintas, y sus obras no podían sino reflejar esas diferencias.
Tolkien no es considerado el padre de la fantasía moderna por nada. Se dedicó en cuerpo y alma a su creación (o subcreación, como él mismo la llama), nacida principalmente de su amor por las lenguas. Era un creador extremadamente meticuloso y detallista, y en la Tierra Media volcó todo su amor por la literatura anglosajona, por los idiomas que le cautivaban y por los mitos y leyendas de un brumoso, heroico y pagano norte. Su legendarium es una verdadera pieza de orfebrería, moldeada con esmero a lo largo de toda una vida. Tolkien apuntaba a crear todo un cuerpo mitológico, algo que consideraba ausente en su querida Inglaterra, y para tal fin elaboró una detallada cosmogonía, y construyó un universo de una profundidad y riqueza sin precedentes que va desplegando con prosa preciosista a lo largo de miles de años de historia interna. Su ciclo de la Tierra Media, desde El Hobbit hasta El Silmarillion, está formado por obras maestras de la épica que definieron el género, y su visión de elfos, enanos, magos y orcos se ha fosilizado en la mente de los aficionados, estableciendo un referente ineludible. Durante los últimos cincuenta años, el género fantástico ha sido, en esencia, la casa que John Ronald construyó.
Martin debe buena parte de su éxito a la deliberada y planificada demolición de esa casa. La fantasía post-tolkieniana se ha nutrido de los tropos y conceptos heredados del profesor, y que sus sucesores han ido replicando y calcando con mayor o menor acierto. La fantasía perdió de esta manera una de sus principales raisons d’être, conducirnos hacia territorios literarios desconocidos y explorar los mundos más allá de los límites de lo ordinario. El épico viaje por tierras salvajes se convirtió en una visita guiada por escenarios de cartón piedra. En la mayoría de los casos, el lector avezado podía distinguir, sin mayor dificultad, que un personaje concreto no podía morir por su papel protagonista, o que otro moriría sin lugar a dudas por su flaqueza moral. Ya desde el primer libro de su famosa saga, Juego de Tronos, Martin dinamitó a conciencia esos tópicos y dejó en shock a sus lectores, cuya idea de lo que cabía esperar había quedado fosilizada durante décadas. Martin lleva a cabo una deconstrucción del género, usando sus dotes pulidas como guionista televisivo para moverse a sus anchas entre la épica y el culebrón, tornando el continuará en una forma de arte. Cada final de capítulo está pensado para provocar adicción en el lector, que no puede sino acrecentarse con el continuo salto de puntos de vista.
Al sumergirnos en la obra de Tolkien nos encontramos inmersos en un ambiente de romance, muy fiel al espíritu de la literatura medieval, con una moralidad muy marcada en blanco y negro. Pocos grises hallaremos en su épica lucha del bien contra el mal, y aunque es cierto que esas líneas se difuminan un tanto en El Silmarillion, seguimos hallándonos en un mundo muy marcado por la concepción cristiana del mal y del pecado de su autor. Los personajes de Tolkien, aunque lejos de ser planos, se erigen como arquetipos legendarios. A nivel argumental, la trama de Tolkien es grandiosamente perfecta en su linealidad, y en la resonancia mítica de la que está investida.
El Poniente de Martin está concebido como una verdadera antítesis de todo ello. Aquí no hay blancos y negros, sino una persistente escala de grises donde impera un relativismo moral absoluto. Los personajes nobles y honorables -no vayamos a usar la palabra buenos– a menudo pagan un alto precio por sus ideales, que a menudo llegan al lector como pura estupidez. El tono de romance atemporal también desaparece, sustituido por un prisma muy personal enfocado en la política del poder, tocando temas muy contemporáneos de manera poco sutil. El mundo en el que se sitúa la acción, más basado en la historia más truculenta que en las sagas mitológicas, es un lugar en el que nadie en su sano juicio desearía vivir, donde los débiles son aplastados sin miramientos por los fuertes y las traiciones y las intrigas suelen dar mayores recompensas que los actos desinteresados. Se trata de un universo desapasionadamente cruel, y Martin nos muestra sin pudor sus entrañas compuestas de barro fétido, sexo rancio y la sangre de inocentes. Martin, lejos de presentar arquetipos míticos, se convierte en el maestro de la descripción psicológica de sus personajes, presentándolos a pinceladas gruesas al principio para luego ahondar en sus pensamientos, motivos y trasfondos, algo que de nuevo denota su formación en el medio televisivo.
Separados por medio siglo, ambos son creadores de mundos complejos y detallados, cuyo método no podía ser más distinto. Tolkien construyó hacia arriba, erigiendo un verdadero monumento de una belleza inspiradora. Martin hizo volar el monumento, para construir el suyo propio a partir de las ruinas. Existe, sin embargo, algo en lo que ambos artífices hubieran estado de acuerdo sin duda alguna: el horror de la guerra. Tolkien nos acerca a ello desde una épica que nos retrotrae a las grandes sagas de un mundo aún heroico y pagano, y nos impacta con la plasmación –que tiene mucho de personal– de la indeleble marca que queda en los veteranos a su regreso al hogar. Martin, miembro de la generación que protestó con fuerza contra Vietnam, pone la cámara a pie de calle y nos muestra la guerra desde la óptica de quienes, ajenos a las luchas por el poder, han sido pisoteados vilmente por ellas. Las comparaciones son odiosas, sí. Pero poner a Tolkien y a Martin lado a lado nos permite resumir de un plumazo la evolución de la literatura fantástica moderna, y comprender mejor la construcción y la deconstrucción de todo un género.
Esta entrada forma parte de nuestra serie de entradas sobre J.R.R. Tolkien y G.R.R. Martin en el primer aniversario de nuestro blog. Aquí podéis encontrar los enlaces al resto de entradas:
. Alberto Reche: El Señor de Poniente en el Trono de Mordor
. Jordi Morera: Tolkien y Martin: Construcción y Deconstrucción de un Género
. Marcel Vilarós: El relojero y el programador: Personajes de la Tierra Media y de Poniente
. Lledó Ruiz: Excepcionalmente humanas, humanas excepcionales: Las mujeres en la literatura de Tolkien y Martin
. Raúl González: ¿Hay vida más allá de Tolkien y Martin?
. Óscar Álvarez: Huargos creados, dragones adaptados
Información Bitacoras.com
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Buenas!!!
Me encantó el texto, explica básicamente la genialidad de cada autor… Sería interesante que hablaras de la guerra de las dos rosas!!!
¡Muchas gracias! No sé si alguno de mis compañeros tiene previsto escribir en este ciclo sobre la Guerra de las Dos Rosas, pero en todo caso es un tema fascinante que da para mucho.
Una comparativa magnífica. La he disfrutado mucho, cono gran admirador de ambos autores.
¡Gracias! Mi idea era comparar a grandes rasgos los enfoques de ambos autores para preparar el terreno a las entradas del resto de compañeros. Las líneas de la batalla han sido trazadas, por así decirlo.
Excepcional artículo,me ha encantado y estoy básicamente de acuerdo en todo.Particularmente,lo que yo de joven hallé en Tolkien y luego no pude encontrar en todos los imitadores que llegaron después e incluso en los autores actuales, es el sentido de la maravilla del que hace gala a la hora de describir algunos lugares y criaturas.
Muchas gracias y enhorabuena por el blog, es super interesante.